Los discursos de Torra que valieron para que el Parlament votara por mayoría simple su candidatura a president de la Generalitat han sido una deliberada provocación a todos los poderes del Estado, con el recochineo añadido de una concurrida rueda de prensa en Berlín al alimón con Puigdemont, en la que remachó sus intenciones programáticas en un fluido inglés.
No ha habido el menor disimulo de trabajar por sus objetivos secesionistas aprovechando los recursos del poder autonómico. Dejando de lado otros gestos retadores de Torra, cómo puede reaccionarse ante esa provocación. No ha sido buen comienzo que en la toma de posesión de Torra no haya estado la vicepresidenta del Gobierno de España, que tiene asumido transitoriamente el de la Generalitat, ni tampoco es justificable la ausencia de representaciones del Parlament. Era un acto público, relativo a un cargo en el que consta la firma publicada del rey. Es razonable que Rajoy se haya entrevistado con Sánchez y Rivera como también que se amplíe el contacto a Podemos para conocer cuáles son sus posturas ante este problema político inédito, ya que al Gobierno corresponde la competencia de iniciar el procedimiento ante el Senado y, en definitiva, asumir el acuerdo correspondiente; es su responsabilidad, para lo positivo y para lo negativo. Condicionarlo al consenso puede que no sea siempre lo más eficaz, como demuestra la única experiencia que tenemos. Sin entrar en detalles, lo acordado se diferenció de lo solicitado en cuanto al tiempo de celebrar elecciones y de no afectar a la televisión pública catalana, y de otra parte Ciudadanos reclama ahora una aplicación más amplia que la aceptada.
Ya puesto, como parece que «quien chifle más, capador» podría proponer la suspensión del president antes de que se forme el govern e incluso del parlament que ha respaldado iniciar un proyecto constituyente y recuperar las leyes relativas al referendo del 1-O, un mandato para Torra, y de desconexión de Cataluña para constituirse en república. La publicación del govern depende del Gobierno de España, que puede retrasarlo cuanto convenga al interés general para permitir la urgente petición preceptiva al Senado. La aplicación del alargado 155 cesaría cuando el president hiciera una manifestación fehaciente de que cumplirá la Constitución. El proceso quedaba bloqueado: el president había sido elegido en tiempo y, por tanto, no procederían nuevas elecciones.
Lo expuesto no sirve ahora; pero vale para advertir sobre lo que puede llegar a adoptarse, sin limitarse solo a responder. De momento están fuera de lugar propuestas para el encaje de Cataluña en las que he participado; se ha destruido toda posibilidad. Sin reforma de la Constitución pueden limitarse consecuencias negativas de traspasos de competencias que han alimentado el contexto separatista catalán. Y en todo caso, para enderezar el problema se precisa revisar los errores cometidos y los relatos de cómo se ha llegado a la situación actual.
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