Hace poco escuché de un comentarista argentino esta profunda lección: «Si el fútbol consistiese en pasear la pelota, sin marcar goles, Butragueño sería mejor que Messi, y Benzema mejor que Di Stefano». Y en mi mente de politólogo surgió al instante la cruel comparación: si la política consistiese en enredar la actualidad, sin necesidad de gobernar, Sánchez sería mejor que González, e Iglesias haría palidecer a Adenauer.
Pero, de la misma manera que el fútbol se mide por los goles, la política se debe medir por una capacidad de gobernar que se expresa en una sociedad libre, ordenada, estable, en constante modernización, con servicios básicos para todos, y con capacidad de generar en progresión adecuada la riqueza que consume. Y si esos objetivos no se cumplen, todos los toques que marean el balón hacia la propia portería se convierten en preludio de una derrota inevitable.
Desde hace tres años, cuando hicimos desaparecer las mayorías absolutas, la política de este país está varada en el puro caneo, en el toqueteo estéril y en la habilidad desorientada. Y no tanto por culpa del Gobierno, que a trancas y barrancas mantiene el curso presupuestario, el crecimiento económico, la lucha contra el desempleo y el funcionamiento de los servicios básicos, sino por gracia de una oposición que, convertida en perro del hortelano, ni juega, ni deja jugar. No se me oculta que la sensación de desgobierno siempre la da el Gobierno, y que hay mucha gente que cree que el desperdicio de oportunidades que estamos practicando se debe a los desgarros y manchones que cubren el cuerpo del PP. Pero a poco que uno se quite las gafas de la indignación, para apostar por un análisis más racional, podrá ver que la parálisis viene de una oposición que, por ser mayoritaria, tiene toda la capacidad de bloquear el partido con caneos inútiles en el centro del campo, pero que es incapaz de marcar un solo gol.
Si usted revisa la última campaña, y hace recuento de las cosas que la oposición iba a imponer tan pronto como tuviese mayoría -derogar la reforma laboral, la ley de educación y la ley mordaza; duplicar el salario mínimo, acabar con los desahucios y rescatar la población en riesgo de pobreza; promover el diálogo territorial, ponerle las bridas a la banca y al liderazgo alemán, y apostar por una UE pacífica y sostenible-, podrá comprobar que donde no gobiernan bloquean, donde gobiernan enredan, y donde pueden decidir jamás se ponen de acuerdo.
No necesito que me recuerden que la crítica debe hacerse al Gobierno y no a la oposición. Pero lamento recordarles que los ciudadanos, esta vez, le hemos dado más poder a la oposición que al Gobierno, que la pusimos donde, al parecer, quería estar, y que el desastre está siendo apocalíptico. Por eso me parece inevitable que, al lado de la crítica radical, que -como el polen en primavera- inunda todo el ambiente, nos atrevamos a hacer, también, un poco de autocrítica.
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