Cataluña está secuestrada por un político irresponsable huido de la justicia, que ni siquiera ganó las elecciones y al que votaron menos de 950.000 catalanes (21.66 %). Sin embargo, Puigdemont actúa como un monarca absoluto desde Berlín, a cuya corte acuden los suyos en romería a rendirle pleitesía y buscar su iluminación para que los guíe. Pretende ser investido a distancia, pero para las reuniones con su grupo no hay plasma que valga, tienen que ser presenciales, para que quede claro quién manda. En realidad, no le interesa que haya un gobierno que de una vez se ocupe de los problemas de los catalanes y ponga fin al artículo 155, que se puso en marcha y sigue vigente por su culpa. Está dilatando al máximo el proceso de elección de un presidente sin problemas judiciales, porque su único objetivo es sobrevivir y desgastar al máximo al Estado. Ha obligado al Parlamento catalán a retorcer de nuevo la ley para aprobar su investidura telemática, que sabe perfectamente que es imposible. Pero él prefiere vivir en una realidad paralela en la que se considera presidente legítimo de Cataluña y defensor de las libertades y la democracia frente a una España opresora. Hasta ERC ha tenido que admitir, negro sobre blanco, que seis meses después del 1-O es «perfectamente constatable» que la República catalana, esa de la que Puigdemont se declara presidente, no existe, y que ni con el apoyo del 50% de los votos (en las elecciones los independentistas sacaron el 47%) se puede lograr la secesión de manera pacífica. Los republicanos quieren que se forme gobierno y están hartos de Puigdemont, convertido en ídolo por los sectores más extremistas (ANC, CDR, CUP). Pero les falta valentía para dejar de plegarse a su voluntad omnímoda.
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