La Cátedra Leonard Cohen de la Universidad de Oviedo ha impartido un taller de canción de salón, café, cabaret y opereta. Se remarca en sus organizadores el carácter picante de buena parte de las composiciones y su aspecto desinhibidor. Nada que objetar a una expresión artística avalada por el tiempo y los espectadores, aunque, es cierto, más en el pasado que en el presente.
Dejó escrito Agustín García-Calvo que «yo trato de privarme de ideas. Todos los días me quito alguna, pero siempre me quedan demasiadas». La lumbrera que iluminó el panorama de la enseñanza artística asturiana proponiendo celebrar el susodicho taller en una capilla consagrada debería haber hecho caso al filósofo y haber quitado algunas ideas de la cabeza. Y, de paso, hacer pareja con la autoridad de la Universidad de Oviedo que autorizó que el evento se celebrase allí.
No había entre todas las instalaciones que la institución académica tiene en Oviedo ni un solo espacio para impartir el taller; sólo la capilla estaba libre. A no ser, claro, que las mentes privilegiadas de la Cátedra utilizasen el dinero de todos los asturianos para provocar a una parte de esos asturianos: los intolerantes (adjetivo yo para que se ahorren su utilización los críticos) creyentes en la fe católica para los que resulta molesto un uso ajeno al propio de una capilla. Porque hay otra solución, y es que Universidad y Arzobispado negocien la desacralización de este lugar que ha servido al culto desde su fundación, y ya va para unos cuantos siglos.
Creo que el rector es un hombre prudente y de buen criterio, y me gustaría pensar que de este tema nada sabía y que, como coloquialmente se dice, le han metido un gol. En ese caso, todo tiene solución, y es dar las oportunas órdenes para que no se vuelva a ofender a personas que no han ofendido a otras previamente. Honore de Balzac apuntaba que «la resignación es un suicidio cotidiano», y con mascaradas como la de la capilla estamos creando una sociedad en la que los sectarios se imponen y los resignados callan porque opinar es considerado un gesto de inaceptable insumisión.
Insisto, nada que objetar a que se imparta un taller de canciones picantes en la Universidad. Mucho que objetar en que se haga en el único espacio que podía generar controversia. Para un creyente, el uso frívolo de un lugar de culto es algo doloroso, que le produce más pena que indignación. Si el «sacrosanto» derecho a la libertad de expresión lleva a que gritar «¡Su puta madre!» ante un altar genere desinhibición, tengo la terrible sensación de que la Universidad se está convirtiendo en todo lo contrario de lo que debe ser, un espacio de ideas y pluralidad, pero siempre de respeto.
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