Si a usted lo nombran ministro de Hacienda y le encargan la confección de un Presupuesto electoralista, no se asuste. La receta, muy sencilla, solo consta de dos ingredientes: incremento del gasto y rebaja de impuestos. Todo el mundo, incluidos los defensores del Estado mínimo, le aplaudirá que suba las pensiones, dedique más recursos a educación o licite la ansiada carretera. Y todo el mundo, al menos desde que un inefable presidente socialista dijo aquello de que «bajar impuestos es de izquierdas», le agradecerá que nos aligere la incómoda mochila fiscal. La mala noticia, como indica el abecé de la técnica presupuestaria y el sentido común, es que los dos ingredientes se repelen. Combinan mal y obligan a optar: o aumentan los ingresos o disminuye el gasto.
Si alguien le ofrece ambas cosas, desconfíe: no se puede estar en misa y repicando. Y desconfíe aún más si los señores Montoro y Escolano, después de recitarnos la lluvia de millones que fertilizará los bolsillos de pensionistas y funcionarios, terminan su perorata con esta perla cultivada: el Estado reducirá su tamaño en el 2018. Es decir, el gasto público crecerá menos que la economía española. O que nos anuncien, después de enumerarnos la ristra de exenciones y desgravaciones fiscales, un récord de recaudación en el año venidero. Ojalá.
Pero supongamos que el señor Montoro, en su enorme sabiduría, ha conseguido la cuadratura del círculo. Y que los ingresos tributarios, arrastrados por el crecimiento de la economía, marchan viento en popa. Y que destinará 2.000 millones de euros a reducir el IRPF de los sueldos más bajos. Pues bien, ni siquiera así resulta admisible que nos venda su proyecto como un instrumento redistributivo llamado a corregir las enormes desigualdades de renta en España. Fijémonos, simplemente, en los ingresos previstos para el 2018.
Antes, dos palabras sobre la recuperación. La economía española ya alcanzó el nivel previo a la crisis. Los beneficios empresariales hace tiempo que superaron el listón del 2007, pero los ingresos del impuesto de sociedades que grava esas ganancias se ha reducido a casi la mitad en diez años: 44.800 millones en el 2007, 23.000 millones el año pasado (mil millones menos de lo que se había presupuestado). El dinero destinado a pagar los salarios está todavía lejos de aquel año glorioso, pero el IRPF que grava sobre todo las rentas del trabajo arroja una recaudación récord: 71.000 millones en el 2007, 77.000 millones en el 2017. Hay tres millones de trabajadores menos, pero los que están aportan más que nunca a las arcas de Hacienda.
¿Y cómo pretende corregir el señor Montoro esa situación? De ninguna manera, solo agravándola. En el 2018, pese al obsequio de los 2.000 millones para las rentas más precarias, espera recaudar por el impuesto de la renta 82.056 millones de euros: un 16 % más que en el 2007. Y prevé ingresar, en concepto de impuesto de sociedades, 24.258 millones: un 45,9 % menos que en el 2007. Si a esto le llaman equidad, que baje el dios de las finanzas y nos lo explique.
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