La mayor o menor utilidad que tienen las lenguas es otro de los argumentos favorito de los contrarios al asturiano. Una nebulosa definición de «útil» que se fundamenta sobre todo en la cantidad de hablantes o a veces en la cantidad de países que la reconocen como oficial. Esto último no acaba de convencer a los antibablistas, puesto que implica reconocer que la oficialidad del asturiano, en efecto, haría que la lengua sirviese para algo. Y por ahí sí que no pasan.
Porque la mayor ironía de aquellos que niegan la cooficialidad del asturiano por su falta de utilidad es que, en efecto, si no se ajusta a su definición de «útil» es porque no es oficial, siendo su excusa para no oficializarlo su falta de utilidad. Una serpiente que se devora a sí misma.
Esta manera de medir las lenguas basándose en su número de hablantes y la cantidad de países no tiene en cuenta uno de los aspectos más importantes de las lenguas, su valor como producto cultural. Independientemente de cuanta gente considere cualquier lengua como su lengua materna o cuantos la usen en su día a día, todas ellas son una manifestación cultural única. Un valor que además de formar parte de nuestra cultura, no solo asturiana, sino española, puede convertirse en una fuente de ingresos, como podemos ver en otros países que, como Gales, supieron crear una industria de entretenimiento en torno a su segundo idioma oficial.
Todo esto sin tener en cuenta el turismo cultural que se puede generar en torno a una lengua, como nos recordó este mismo año la Unión Europea o el uso comercial que puede tener la lengua asturiana. Nos queda cerca un buen ejemplo: Galicia, donde se utiliza la lengua gallega como medio para diferenciar sus productos frente al resto y aportarles personalidad propia. No en vano, su marca de garantía calidad y autenticidad se escribe en gallego (Galicia Calidade) a pesar de que está dirigido al resto de España.
Pero al margen de las utilidades que nos podría aportar en el plano económico esta lengua inútil, el hecho de medir las lenguas en función de su número de hablantes y su extensión territorial, aparte de ser una idea que no se sostiene por si misma (¿Acaso es más útil para cualquiera de nosotros aprender hindi antes que alemán? Tiene muchos más millones de hablantes y es lengua oficial en bastantes más países), refleja una especie de darwinismo lingüístico cuyo objetivo no es otro sino justificar el tener al castellano como superior al resto de lenguas de España. Disfrazar de «natural» la situación del español en la actualidad, como si su estatus no fuera el resultado de decisiones políticas y sociales a lo largo de la historia de España. Una vez más, los argumentos de los contrarios a la oficialidad se basan en los prejuicios y la creencia infundada de que unas lenguas son mejores que otras por “naturaleza”, es decir, por razones de las que no se puede dudar, aunque quepan dudas de sobra sobre su veracidad.
Por otra parte, la utilidad de una lengua hoy en día es algo que prácticamente se reduce al contexto de la carrera profesional que cada uno elija o tenga. Gracias al reducido coste que hoy en día tienen los transportes y a la cercanía que aportan internet y las nuevas tecnologías de comunicación, no es extraño hablar de un mercado de trabajo global en el que es común encontrar desde España trabajos en la sanidad noruega o en el sector de la construcción en Alemania. La globalización hace que las lenguas francas pierdan peso en favor de las particulares.
Y es que sencillamente, ninguna lengua funciona peor que otra para tratar cualquier asunto. No hay nada en ninguna lengua que no pueda traducirse o adaptarse de una forma u otra a las demás. En la práctica, por ejemplo, que el asturleonés tenga menos tradición científica que el castellano no tiene que ver con que la lengua asturiana no sirva para la ciencia, más bien es en el hecho de que la segunda gozase históricamente de ciertos privilegios respecto las demás lenguas con las que convive donde podemos encontrar la explicación de su mayor tradición, tanto en ciencia como en otros ámbitos.
Las lenguas compiten, eso es inevitable, pero no es el mercado, amigos, sino la política quien decide quién gana y quien pierde en estas competiciones. Aunque también existen algunos casos (que probablemente sean los mejores) en los que mediante la política se puede conseguir que varias lenguas tengan su propio espacio dentro de un mismo estado, sin necesidad de competir entre sí. Menos mal que en Asturias estamos, como poco, cerca de poder llegar a ser uno de esos casos.