Mire al lado que mire un enorme muro de nieve delimita el camino. La carretera está despejada y permite ascender el puerto de San Isidro, no sin peligro. Las copiosas nevadas han cargado las montañas como hace mucho que no se veía; pero nada es eterno, y la lluvia y el calor hacen que la montaña vaya descargando, poco a poco, el blanco elemento. La nieve gotea, rezuma agua poco a poco. En ocasiones cruje la montaña y uno aterrado aprieta el volante con sus manos y fija la mirada al frente.
El asfalto se abre camino en la montaña, paredes de casi siete metros nos acompañan hasta la cima del puerto. Ascendiendo es fácil quedar absorto por la paz que transmite la naturaleza completamente cubierta de blanco. La nieve siempre me ha sugestionado: los picos nevados, el poder devastador de un alud y su armonía y deidad. La posibilidad del hombre de controlar y adaptarse un medio hostil con unas tablas de madera es algo asombroso y, por otro lado, de lo que más me gusta en esta vida. A media que asciendo puede apreciar pequeños desprendimientos, que no hacen más que recordar que la belleza es efímera y que vivir es lo único que te asegura la muerte. Este recorrido glaciar me hace dudar de si realmente estoy en el Puerto de San Isidro o algún extraño ser me ha teletransportado a Japón.
Me bajo del coche, absolutamente impresionado y algo aterrado, para tocar y sentir esta muralla blanquecina y amarronada de hielo y nieve. Se alza varios metros sobre mi cabeza, se distinguen los diferentes estratos generados por cada precipitación; es una maravilla blanca, fría y violenta.
Una vez coronado el puerto, alcanzado su punto más alto, me hipnotiza la hermosura de la imagen. La nieve, el silencio, la montaña y una puesta de sol. Me muevo por la nieve, me voy hundiendo hasta casi la rodilla; me mojo y siento frío, pero disfruto. Aprieto la suave y espumosa nieve con mis manos. Todo parece un plano de una película de Jhon Ford, me creo Ethan buscando a Debbie, la niña raptada por los Apaches en «The Searchers». El paraíso no está tan lejos. Cada uno ha de saber dónde está el suyo y aferrarse: el paraíso, como la patria, está donde uno tenga el corazón.
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