Qué casualidad. Ahora que arranca una alianza internacional de mujeres dispuestas a decir basta ya; ahora que se empieza a poner nombre a abusadores crónicos; ahora que se reivindica una forma diferente de convivir en el trabajo; ahora que se reclama la co-responsabilidad en el hogar; ahora que se denuncia que la conciliación es un anhelo imposible; ahora que muchas mujeres reflexionan sobre sus vidas, sus microacosos, esas sugerencias, indicaciones o insinuaciones que casi todas hemos padecido en nuestro entorno laboral... ahora, justo ahora, surge un movimiento estruendoso que considera esta nueva ola feminista puritana, revanchista, hembrista y odiosa.
Sorprende que toda esta indignada reacción haya permanecido más bien dormida con las mil mujeres asesinadas en España en los últimos 14 años; con los 185 huérfanos que ha dejado la violencia machista; con el reparto injusto del trabajo en el hogar; con las penalizaciones a la progresión laboral de las mujeres; con la adjudicación prejuiciosa de roles, con esas biografías plagadas de situaciones como las que hace unos días relataba María Xosé Porteiro en La Voz, «unha muller común e corrente» sometida a los acosos comunes y corrientes.
La situación es tan clamorosa que requiere de una vocación inexcusable por parte de todos y en ello estamos muchas mujeres y muchos hombres que asistimos deconcertados a este empeño por convertir el movimiento Metoo en una revancha de hembras que quieren hacer pagar a los hombres por sus pecados, colgarlos por los genitales en la plaza del pueblo, inventarse acosos falsos y arruinar la reputación de todos y cada uno de ellos.
Indigna, sobre todo, que se nos considere idiotas, esa complacencia que una vez más contamina una causa que debería ser de todos. He leído estos días frases como esta: «Las feministas radicales se equivocan ¡radicalmente! No distinguen entre un hombre competente y un déspota», como si a todas se nos hubiese nublado el sentido y ejerciéramos de guerreras alienadas reclutadas para una cruzada de venganza y odio. Una vez más, como con todo lo que tiene que ver con las mujeres, se le exige al movimiento una pulcritud, una coherencia y un acierto absolutos, de forma que se eleva una anécdota improcedente a categoría, se toma la parte por el todo. ¡Cuánto interés por desacreditar una iniciativa necesaria y urgente!
LA «BARRA LIBRE» Y EL 0,01%
Se alerta, por ejemplo, sobre los daños colaterales de «la barra libre» que está dando a mujeres «envidiosas, despechadas y malvadas» un «arma mortífera» -Javier Marías en su último artículo en El País-. A todos los que vislumbran una avalancha de delaciones hay que recordarles que las denuncias falsas representan el 0,01% de las que se presentan -datos de la Fiscalía-.
Se entiende que todas las mujeres compartimos la estupidez de las que machacaron a Carlos Saura por decirle a Penélope Cruz que estaba guapa; que todas estamos de acuerdo con que se descuelgue Hylas y las ninfas de una galería de Manchester; que todas censuramos los desnudos de Egon Schiele... No somos idiotas, de verdad; lo juro por el niño Jesús. Sabemos distinguir un flirteo de un acoso. Sabemos distinguir un piropo de una babosada. Sabemos algo de arte y un poco de literatura. Sabemos que hay mujeres que mienten; que hay mujeres estúpidas; que hay mujeres que vociferan bobadas en Twitter. Sucede lo mismo, ¡oh sorpresa!, en el congreso de los diputados, los estadios de fútbol, los institutos de secundaria y las comparsas de carnaval.
El movimiento Metoo nada tiene que ver con una venganza. Tiene más que ver con la justicia. Y en eso deberíamos estar todos. Y todas.
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