El mensaje telefónico de Puigdemont a uno de sus compañeros de fuga parece una claudicación en la imposible carrera hacia su investidura como president. Para certificarla quedan unos días; hasta que termine el plazo de alegaciones acordado por el Tribunal Constitucional (TCE). Si fuese coherente con su intento de erigirse en una referencia histórica del nacionalismo, debería intentar regresar antes a España aun a sabiendas de que sería detenido y puesto a disposición del juez. Confirmada o no esa improbable hipótesis, la etapa emprendida ha llegado a su fin. Expresado en términos de boxeo, el púgil tira la toalla, o se la hace tirar quien le atiende en el ring o el clamor de sus hooligans o la mayoría del Parlament: de un modo directo eligiendo a otro candidato o indirecto provocando nuevas elecciones o por decisión del árbitro, en este caso el (TCE).
Girando al ámbito taurino, es preciso acabar con el caso Puigdemont, aunque sea con el estoconazo jurídico que pretende el recurso interpuesto, cuya maternidad elogiosa se ha atribuido a la audacia o astucia de la vicepresidenta. La discutible perfección de la resolución sobre el fondo dentro de unos meses se subordinaría a la eficacia de suspender candidatura y pleno. Quizá la proponente contaba con que podría obtenerse el informe favorable del Consejo de Estado y la admisión del TCE. Una confianza que no prestigiaba la independencia de esos órganos. La afirmó el primero, al dictaminar de modo escueto y razonado, en contra de la interposición del recurso. Tan no era clara la admisión para el TCE que no la ha resuelto después de un prolongado debate. En su lugar, adoptó un acuerdo ciertamente inédito, ya que, siendo un órgano jurisdiccional, ha respondido a algo no pedido en el recurso. Una hábil resolución que con fortuna le permita no manifestarse siquiera sobre la admisión del recurso, que era lo pretendido. Las medidas cautelares acordadas no fueron solicitadas; un error, ya que habida cuenta de la especial urgencia de la circunstancia, el TCE podría adoptarlas incluso «sin oír a la parte contraria».
La estrategia seguida es defendible como último recurso, pero no ayuda a su defensa que se filtre que el Tribunal no se dará prisa en decidir sobre la admisión del recurso y menos cuando se hace coincidir sus posibles fechas con las que se adelanta como fin de la instrucción por los tribunales de los encausados y con la declaración del ministro de Justicia al apelar a la Ley de Enjuiciamiento Penal asumiendo ya la existencia de un delito de rebelión. Las simplificaciones encuentran un eco popular favorable, pero habría que minimizar el cuestionamiento de la estrategia en un asunto que afecta al interés de España y a su prestigio internacional y tiene relación con derechos fundamentales. Ponderar todo eso es propio de un Estado democrático de derecho.
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