En octubre de 1759, Carlos VII, Rey de las Dos Sicilias, desembarcó en Barcelona dispuesto a convertirse en Carlos III de España. La elección de su primera escala en nuestro país no fue casual. Alejado de Alicante y Cartagena, puertos que solían utilizarse en la travesía desde Nápoles, su presencia en la capital catalana buscaba superar los resquemores que desde la supresión del régimen foral de la Corona de Aragón por Felipe V envenenaban las relaciones con Castilla. La visita, arriesgada, fue un éxito. Los barceloneses recibieron efusivamente al Rey. Nadie demandaba ya la restitución del fuero. La desaparición de las fronteras aduaneras internas, pero, sobre todo, la apertura a la manufactura catalana del comercio de Indias trajo consigo una prosperidad que aparcó las antiguas diferencias.
No sería la última vez que comercio y «cuestión catalana» confluyeran. Poco más de un siglo después, en 1898, el «Desastre» cerró de la noche a la mañana los mercados de ultramar, especialmente el cubano, a la exportación de productos españoles. La burguesía catalana, principal damnificada, reaccionó furiosa contra Madrid. En palabras del habitualmente explosivo «La Veu de Cataluya», el sistema «hacía agua». Tocaba soltar amarras. La retroalimentación entre nacionalismo catalán, resentimiento militar, desigualdad social y agotamiento del sistema político pavimentó el camino a la Dictadura de Primo de Rivera y, en última instancia, a nuestra Guerra Civil.
En plena astracanada bruselense de Carles Puigdemont, la Unión Europea ofrece a los españoles un argumento decisivo frente a este enloquecido procés: la certeza de que una Cataluña independiente quedaría fuera de las enormes ventajas económicas que implica la pertenencia a la Eurozona. Un motivo que, una vez silenciado el ruido de la investidura del próximo President, exigirá la vuelta al seny en las filas nacionalistas. En todo caso, solo un capítulo más en una fatigosa «cuestión catalana» en que, si nos fiamos del debate entre Azaña y Ortega en 1932 a cuenta de la aprobación del Estatut, seguiremos atrapados eternamente entre la esperanza de alcanzar una solución pactada definitiva y la triste constatación diaria de que el «problema catalán», como mucho, se conlleva. En todo caso, tantos años después, para España Europa sigue siendo la solución. Afortunadamente.
Comentarios