Hay personas y situaciones tóxicas que todo lo emponzoñan con su mera presencia. Un ejemplo evidente son los secesionistas, que hace tiempo que se han convertido en un tumor que se está metastatizando por el tejido democrático español. Porque lo peor del desafío secesionista no es su contumaz vulneración de las leyes. Lo más grave es su profunda deslealtad a los principios elementales de la convivencia. Se aprovechan de las leyes en su beneficio cuando les interesa, y cuando no pueden, o las retuercen hasta conseguir lo que pretenden o simplemente se las saltan. Ante semejante ventajismo, y dada la tendencia de los secesionistas a recurrir a cualquier instrumento, incluidos los más indignos y rastreros, para alcanzar sus propósitos puede caber la tentación de no medir adecuadamente la respuesta.
En su afán de impedir el nuevo disparate de los secesionistas de proceder a la teleinvestidura de Puigdemont para intentar gobernar desde la distancia, como aquellos antiguos monarcas feudales, el Gobierno ha recurrido a la razón política para forzar la respuesta jurídica. Y con ello ha colocado una vez más en una muy difícil situación al Tribunal Constitucional, cuyos magistrados se han visto obligados a tensar las costuras para evitar una suspensión preventiva de la investidura, imposible de casar con su propia jurisprudencia. Al final han optado por una solución salomónica en la que en una aparente cuadratura del círculo devuelven la pelota al bando secesionista. La investidura a distancia no solo es ilegal, como ya era obvio, sino que, ahora, además, permitirla conlleva desobediencia al tribunal. Un problema para Torrent, que a las primeras de cambio puede acabar como su antecesora. Con renglones torcidos, al igual que acostumbran los independentistas, el Constitucional ha acabado por darles la estocada final.
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