Planteaba en mi anterior escrito las endémicas dificultades de buena parte de nuestros ciudadanos para expresarse con cierta corrección lingüística. En la punta del iceberg se hallan aquellos cuyas competencias en este ámbito forman parte de su profesión. Así sucede con nuestros políticos, con una locuacidad inversamente proporcional a sus emolumentos, e incluso con locutores de radio y televisión, incapaces a menudo de emplear correctamente las preposiciones (con expresiones como «lo dijo desde el aprecio» en vez de «con aprecio»), los verbos (incapacidad para distinguir «deber» + infinitivo, que denota obligación, de «deber de» + infinitivo, que indica probabilidad) o de diferenciar entre expresiones como «poner de evidencia» (poner algo de relieve) y «poner en evidencia» (colocar a alguien en ridículo). Y, tal y como concluía en mi texto anterior, muchos universitarios, a los que hoy por inercia se les adjetiva como «la generación más preparada» (sic), se encuentran entre estos ejemplos de incompetencia lingüística manifiesta.
¿Y dónde radica el problema? Seguramente no existe una única causa, pero no parece complicado apuntar hacia alguna dirección concreta. Desde mi punto de vista, la docencia del lenguaje incurre desde hace años en un planteamiento excesivamente taxonómico y teórico. Se definen doscientos conceptos que, por si fuera poco, cambian de categoría constantemente, fruto de una incongruente Real Academia de la Lengua que se empeña en conferir al lenguaje una apariencia de ciencia exacta que no le corresponde. Porque, ¿qué ciencia puede basarse en unos postulados que se modifican cada dos años? ¿Es admisible (más allá del ánimo de lucro editorial) que recurrentemente expidan una «nueva gramática de la lengua», en la que reordenan todo como en el juego de Tetris, cambiando la nomenclatura y la clasificación gramatical? ¿Se imaginan ustedes el desconcierto y caos que se ocasionaría en las matemáticas si cada lustro (como poco) alteramos todos los conceptos, de modo que lo que antes llamábamos «multiplicar» ahora lo llamamos «operación aditiva progresiva» y que las restas dejen de sustraer cantidades para, por el contrario, adicionarlas?
Eso explica el que los manuales de lengua castellana también cambien constantemente. Hace unos días encontré en mi casa un libro de lengua y literatura de E.G.B. que le mostré a un compañero, siete años mayor que yo. Pues bien, ambos habíamos estudiado exactamente por ese mismo libro, y por esa misma edición, a pesar de nuestra diferencia de edad. Nos sorprendió la coincidencia hasta que nos percatamos de que estábamos pensando en los irracionales términos de la enseñanza actual, conforme a los cuales cada poco ha de publicarse un nuevo manual porque se altera la gramática de la R.A.E. (al margen de los intereses comerciales de las editoriales, claro está). Antaño, si el libro era bueno (y ese en concreto lo era, y mucho) perduraba.
Por si fuera poco, la R.A.E. premia cíclicamente la ignorancia cobijándose bajo el paraguas de que el lenguaje es algo vivo y que, por tanto, las incorrecciones lingüísticas repetidas devienen norma. Así, el «sólo» con tilde, adverbio, frente al «solo», adjetivo y sin tilde, pasó a mejor vida. Y recientemente, «iros» ha sido reconocido como forma imperativa, equivalente a «idos». Claudicación que no tiene ni pies ni cabeza: no es que la gente se limite a emplear «iros» en sentido de orden, sino que en realidad utiliza siempre el infinitivo en lugar del imperativo, cualquiera que sea el verbo que conjugue. Así, casi todo el mundo dice «venir» (por «venid»), «andar» (en vez de «andad») o «comeros» (en vez de «comeos»). Resulta absurdo a más no poder admitir «iros» y no cualesquiera de los ejemplos anteriores. Que la R.A.E. sea al menos coherente y se cargue el imperativo, convirtiendo el infinitivo en la forma adecuada para impartir mandatos. En todo caso es lo mismo: hace tiempo que esa institución ni limpia, ni brilla, ni da esplendor; sólo enturbia, confunde y da alas a la ignorancia. Así las cosas, quizás quienes escriben telegráficamente en twitter y whatsapps, confundiendo b con v, g con j, y con ll, y prescindiendo de las haches, no sean unos incultos, sino simplemente unos visionarios.
Pero, retomando la cuestión pedagógica, creo que, reducida la docencia del lenguaje a un modelo puramente conceptual, no se enseña realmente al alumno a expresarse de forma oral y escrita. No se le instruye, en definitiva, en la práctica del lenguaje, que es lo que realmente necesita saber. Del mismo modo que no sirve de nada definir una multiplicación si no se sabe multiplicar. Y si no se lee quizás también es culpa de que hoy la literatura no se explica contextualizada y con un orden cronológico, sino a golpe de efeméride: ¿Es el aniversario de la muerte de Miguel Hernández? Pues ¡hala! a estudiarlo sin que sepa el alumno qué había antes de él, o qué suponía escribir durante la Segunda República. Tómese un alumno de la E.S.O. y pregúntesele quiénes eran el Arcipreste de Hita, Garcilaso de la Vega y el Marqués de Santillana, o quién escribió Coplas a la muerte de su padre. No tienen ni idea. No son capaces de diferenciar el romanticismo del clasicismo, o de conectar la generación del 98 con la crisis política y militar que dio lugar al regeneracionismo. Todo eso ya lo sabíamos, sin embargo, en la EGB a esas mismas edades. Y ese conocimiento, unido a la lectura de algunos textos representativos de cada etapa literaria, permitía percibir la evolución de la literatura y entenderla, y con ella la del propio castellano. Luego, la selección adecuada de fragmentos literarios (y ahí se veía la labor de un buen docente) podía lograr que el alumno sintiese curiosidad por leer esas obras de las que se extractaban. Nada de esto existe a día de hoy, en la que parece que todo tiempo pasado se considera peor, sin percatarse de los nefandos resultados que esa política educativa está ocasionando. Si los programas, libros y métodos pedagógicos «vanguardistas» arrojan estos tristes resultados, mejor sería retomar lo que existía antaño.
No rehúyo, sin embargo, la propia responsabilidad de la Universidad. Nos escudamos en que no somos profesores de lenguaje y que la competencia lingüística ya tenían que traerla adquirida previamente del instituto. Es cierto. Pero tampoco nosotros les obligamos a redactar más o a hacer pruebas y prácticas orales, e incluso reducimos los enunciados de nuestros exámenes porque los estudiantes carecen de comprensión lectora suficiente. Y así, cuando llegan al último curso del grado son tan ignorantes en el manejo del lenguaje como cuando empezaron la carrera. Un ejercicio, una práctica o un examen mal redactados debieran suponer un suspenso, y punto. Sin forma, tampoco hay contenido.
Como no cambie el panorama, y soy muy escéptico al respecto, con el tiempo seremos víctimas de una involución: físicamente Homo Sapiens Sapiens, farfullaremos sin embargo como neandertales.
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