No hace mucho me acerqué a pasar el día a Covadonga. Me gusta muchísimo Covadonga. Me siento en casa, en familia. Tal vez tenga algo que ver el hecho de que mi madre pasó algunos veranos de su infancia allí y me transmitió ese «nosequétiene» desde muy chica.
Covadonga me cura todos los males del alma, hasta tal punto que a veces pienso que el verdadero milagro no es tanto el que cuenta la tradición sobre la asistencia mariana a Don Pelayo, sino la resiliente circunstancia de que Covadonga haya sobrevivido a la agitada marea de la vida humana a lo largo de siglos y siglos, con esa pátina única que entremezcla el tiempo detenido y la energía metafísica que te envuelve y te protege...
Es verdad que a veces tengo la sensación de que Covadonga está como olvidada, como desasistida. Incluso, como suele ocurrir con las buenas personas cuando tienen que navegar en el océano del mal, parece relegada, como sometida a un sutil pero firme castigo.
Sea como fuere, Covadonga tiene el aura de la bondad, de la transparencia, de la fuerza de un Ave Fénix eterno en medio de la frondosidad de un valle infinitamente verde.
Precisamente el otro día, «excursioneando» por allí, escuché con atención al que desde hace pocos meses es el nuevo abad del Real Sitio, Adolfo Mariño, y al que la Providencia ha premiado con el reto histórico de asistir con diligencia en la gestión de #Covadonga2018.
Me pareció una persona valiente y valerosa, a la que no le asustan las metas titánicas. Me encantó escuchar su voz humilde hablando con admiración del que fuera uno de sus maestros, el eminente teólogo asturiano Juan Luis Ruiz de la Peña, y me conmovió percibir su inquietud por lograr que quien llega a Covadonga como un turista, salga hecho todo un peregrino.
Intuyo que Adolfo Mariño quiere hacer de Covadonga un lugar de acogida donde te sientas arropado, como en el regazo materno cuando eres pequeño, y la verdad es que comparto plenamente ese desvelo.
Me complace profundamente sentir que los nuevos designios del Real Sitio están regidos por un buen pastor -a la antigua usanza de los Picos de Europa-, cuyo corazón late en y por la Montaña de Covadonga, esa que un día el cardenal Rocalli -hoy San Juan XXIII- definió como «una sonrisa de la naturaleza».
Lejos del nocivo y catastrófico pecado de la soberbia, Adolfo Mariño es una mezcla de Ratzinger y Francisco de Asís, que practica fifty-fifty el «ora et labora» con una vocación absoluta de servicio a la comunidad, y no solo a la comunidad cristiana, porque no es ni sectario ni totalitario.
Adolfo es un paisano de una pieza, que sigue conservando la frescura de su Sabugo natal, con un proverbial sentido del humor, que no siente vergüenza ni miedo de su condición de sacerdote sino todo lo contrario, y con una inquietud social encomiable, que queda plenamente de manifiesto, por ejemplo, cuando se refiere a esa desconocida obra social de la iglesia que es la Escolanía de Covadonga.
Como en la parábola bíblica, este buen pastor tiene por delante una ingente labor, pero es hábil, disciplinado, buen negociador y humano, muy humano. Y como si de un Don Pelayo contemporáneo se tratara, tiene bastante mano con la Virgen de Covadonga… creo.
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