Llegado a su meta, no solo no logra uno solo de sus objetivos, sino que daña a Cataluña y despierta a la mayoría no nacionalista
30 oct 2017 . Actualizado a las 10:18 h.¿Qué es el poder? En términos políticos, consiste en disponer del dinero, la firma en el boletín oficial y el control del uso legítimo de la fuerza. Hasta hace muy pocos días, el independentismo tenía en su mano las tres cosas en Cataluña. Hoy no dispone de ninguna de ellas, lo que da idea de la enorme dimensión de su fracaso. A fuerza de abusar de él, el secesionismo se ha quedado solo con su relato (falso), pero ha perdido cualquier expectativa de futuro. Los cinco años de procés se resumen en un descalabro con el que el nacionalismo catalán tira por la borda todo el capital acumulado desde la transición, algo que tardará décadas en recuperar, si es que alguna vez lo hace, pero que pasa también una dramática fractura a los catalanes. Los logros del independentismo han sido exactamente los contrarios a los perseguidos.
La primera consecuencia del proceso fue la destrucción de CiU, una formidable maquinaria electoral firmemente asentada en la sociedad catalana con la que el nacionalismo gobernó cómodamente durante 30 años. Hoy, el PDECat, heredero de CDC, está a punto de convertirse en fuerza marginal. La fantasmal república proclamada por el Parlamento catalán deja también gravemente herido el prestigio internacional de la autonomía de Cataluña, que durante décadas gestionó cuotas de autogobierno mayores que las de ningún otro territorio en el mundo. El desvarío separatista ha provocado además un daño económico irreparable a Cataluña, que supone la salida de su territorio de colosos empresariales que representan el 40 % de su PIB y que no volverán. Y la demagogia independentista ha provocado de paso un inaudito auge del movimiento antisistema en uno de los territorios más prósperos de Europa en términos económicos y sociales, empoderando a una fuerza de ultraizquierda como la CUP, caso único en Occidente.
Pero otro de los logros del procés, que en este caso hay que agradecerle, es que haya hecho despertar y tomar la calle a una mayoría de catalanes no independentistas que hasta ahora permanecía en silencio, atemorizada por el miedo a ser señalada por un nacionalismo con vocación totalitaria. La bandera de España ha pasado de ser en Cataluña y en toda España una muestra de nostalgia franquista a considerarse un símbolo heroico de resistencia ante quienes quieren acabar con la Constitución democrática de 1978. Después de manifestaciones como la del domingo, es imposible seguir sosteniendo que Cataluña es «un solo pueblo» que desea independizarse de España.
Y gracias también al insensato órdago separatista, la Unión Europea ha tomado por fin consciencia del peligro de coquetear con fuerzas que desafían la unidad de un Estado miembro, por el efecto rebote que puede provocar en otos territorios. El apoyo de la UE y de Estados Unidos a la integridad territorial de España es hoy más firme que nunca, lo que representa una garantía de cara a los difíciles momentos que aguardan hasta la normalización política definitiva.
El separatismo va a seguir haciendo daño a Cataluña, pero las consecuencias de su anhelada proclamación de la república solo indican que el proceso independentista ha muerto de éxito.
El nacionalismo no volverá a tomar el camino golpista
Mirar las encuestas y hacer elucubraciones sobre el futuro de Cataluña es inútil, porque el cambio no se va a producir en función de cuál sea el reparto de escaños que surja de las urnas, sino por la nueva situación que se ha creado ya de facto. Pensar que el bloque constitucionalista pueda gobernar es una quimera, porque Podemos y sus franquicias no apoyarán jamás a Ciudadanos, PP o PSC. Pero el hecho de que el nacionalismo vuelva probablemente a gobernar no significa en absoluto que las cosas no vayan a cambiar. Aunque los suyos se lo reclamen si regresa al Gobierno, el secesionismo no retomará el camino del golpismo ni se atará otra vez a la CUP, porque ha comprendido ya que eso es solo un suicidio.
La figura de Puigdemont se deteriora en solo 24 horas
Lo dijo Tarradellas: «En política se puede hacer todo menos el ridículo». Y por ello no hay mayor demostración del fracaso del independentismo que el brutal deterioro que sufrió la figura del expresidente catalán Carles Puigdemont en apenas 24 horas. Que alguien que pretende desafiar la autoridad de un Estado se dirija a los catalanes mediante un mensaje grabado en un escenario prefabricado o que se rebaje a buscar infantilmente una imagen de respaldo popular tomándose un café en un bar resulta ridículo. Más que la dignidad de un expresidente dispuesto a defender la legitimidad de su cargo empieza a representar ya el papel patético de un rey destronado y exiliado, pero en su propio territorio.
Rajoy vuelve a escapar de un aparente callejón sin salida
Rajoy lo ha vuelto a hacer. Cuando todos, incluso entre los suyos, le veían en un callejón sin salida, ha vuelto a escapar de esa camisa de fuerza con un movimiento al más puro estilo Houdini del que sale de nuevo reforzado. Lo hizo primero cuando rechazó el encargo del rey de formar Gobierno sin tener apoyos para ello, lo que habría supuesto su final, dejando atónito al personal. Lo hizo después, cuando parecía acorralado, logrando contra todo pronóstico que el PSOE le garantizara la investidura. Y lo ha vuelto a hacer ahora, convocando por sorpresa unas elecciones inmediatas en Cataluña, dejando descolocado a todo el independentismo y forzándolo a pasar cuanto antes por el aro democrático.
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