Desde hace años se ha instalado en España el recurrente empleo del término «fascista» para denigrar a cualquiera que no piense como el interpelante. Tendencia especialmente habitual entre la izquierda más rancia, a la que se han sumado ahora algunos partidos populistas (Podemos) y nacionalistas (que sigo negándome a identificar con la izquierda, ya que para mí, izquierda y nacionalismo son tan incompatibles como el agua y el aceite). Estos iluminados también hacen uso recurrente de términos como «extrema derecha», «franquista» o «falangista» con el objetivo ya mencionado de agraviar al contrario.
Resulta chocante la ligereza con la que se acude a unos conceptos que tienen un significado preciso para la ciencia política y que obviamente, desconocen totalmente quienes tan a menudo los emplean. A mí no se me ocurriría decir porque me doliera un día el pecho que padezco una endocarditis trombótica no bacteriana. Y lo más sorprendente no es que un ciudadano sienta la tentación de utilizar aquellos conceptos políticos en sus charlas de comunidad de vecinos, sino el hecho de que alguien como Pablo Iglesias, un profesor universitario y en plaza pública, parezca ignorar totalmente qué es un fascista o qué es la extrema derecha. En ese sentido, la formación de los alumnos de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid ha salido ganando sin duda con la dedicación de Pablo Iglesias a la res publica. Poco pueden aprender de un profesor de Ciencias Políticas que ignora el abismo que existe entre un partido conservador y el fascismo.
El caso es que resulta más fácil hablar, como si se supiera de qué se habla, que leer y enterarse previamente. Seguramente estas lumbreras me catalogarán también a mí de fascista porque cuestiono su actitud: la diferencia es que yo sí me he leído por ejemplo los discursos de Mussolini (y también a Tommaso Marinetti, tan ligado al fascismo), así como obras significativas de la Dictadura de Primo de Rivera (como José María Pemán), y a los principales intelectuales del franquismo (desde José Antonio Primo de Rivera hasta Onésimo Redondo, Dionisio Ridruejo o incluso los infumables discursos de Franco). Y no los he leído por vocación política, ya que no puedo estar más distante de esas líneas de pensamiento, sino porque quería conocer de primera mano las claves de esos movimientos políticos a fin de entenderlos mejor y poder hablar de ellos con cierto criterio. Del mismo modo que he conocido el socialismo leyendo a Marx, Engels, Rosa Luxemburgo, Bakunin, Kautsky o Lenin.
Y lo cierto es que, con estos escritos en la mano, por fortuna puede decirse que a día de hoy en España no existe ese fascismo que Podemos y sus amigos nacionalistas encuentran en cada esquina. Puede haber algún grupúsculo de ideología y simbología filofascista (por cierto, en algún caso catalán, como lo eran los Boixos Nois), pero de una importancia absolutamente marginal. Los politólogos de verdad (no Pablo Iglesias, claro está) ya han afirmado reiteradamente que en España ni el fascismo ni la ultraderecha tienen implantación, algo por otra parte que nos diferencia de lo que sucede en Francia, Austria, Holanda o Alemania. Lo que sí existe, y resulta evidente, es una extrema izquierda, como por otra parte sucede también en otros países mediterráneos como Grecia o Italia.
A pesar de todo ello, es curioso la facilidad con la que los líderes de Podemos (por pura ignorancia, claro está), emplean etiquetas para calificar (en realidad descalificar) a las demás fuerzas políticas; a esos partidos que con presunto ingenio han tildado como partidos «de casta» y ahora «monárquicos» (lo que demuestra que Podemos es una formación anclada en el siglo XIX). Y digo que es curioso cuando ellos mismos han tratado siempre de rehuir cualquier catalogación: no eran “casta”, ni eran un partido de izquierdas o derechas… eran otra cosa, un movimiento (¡qué palabra tan cara al franquismo!) que se resistía a catalogación alguna. Obviamente todo ello era una falacia que se desenmascaró a las primeras de cambio: son un partido más, con sus mismas miserias (luchas por el liderazgo entre Errejón e Iglesias, y ahora Bescansa cuestionando la ausencia programática del grupo), con su corrupción interna (la senadora Elvira García es el último caso de una cadena de ellos: Xelo Huertas, Monserrat Seijas…) y con la pertinaz resistencia de sus miembros a dimitir cuando hay condenas penales (caso de Andrés Bódalo, concejal de Jaén). Y, por otra parte, son un partido de izquierdas, a pesar de que Pablo Iglesias esgrimió en un primer momento una actitud vergonzante a la hora de reconocerlo… lo cual debiera espantar a los votantes progresistas ¡sentir pudor de identificarse con la izquierda! Es más, muchas de sus actitudes y declamaciones, como la persistente afirmación de que en España hay «presos políticos», parecen herederas no ya de la izquierda más radical, sino incluso del nacionalismo Abertzale. La extrema derecha en España es, por tanto, testimonial, mientras que la extrema izquierda tiene nombre y apellidos.
Pero la tendencia a tildar al opositor (o al que le hace un escrache, como si ellos no los hubieran empezado) como fascista, franquista o ultraderechista suena muy bien en la actual democracia de twitter que ahora padecemos. La que no atiende a conceptos y sí a ocurrencias. La situación es, por otra parte, muy parecida al empleo del término “terrorismo” para denominar a cualquier acto delictivo que parezca especialmente deleznable. Y así, ahora se habla de un terrorismo económico, un terrorismo biológico o un terrorismo de género. Pero el terrorismo es un acto delictivo que procede de un grupo y que pretende subvertir el orden constitucional, alterar gravemente la paz pública, desestabilizar el funcionamiento de una organización internacional o provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella. Y el descerebrado que agrede a su pareja no incurre en ninguna de esas cosas. Su delito, por más execrable que sea, no lo es de terrorismo ya que, de lo contrario, ni siquiera lo juzgaría el Juzgado de Violencia de Género del lugar en el que se hubiera perpetrado el acto criminal, sino la Audiencia Nacional.
En este confuso momento, todo el mundo parece saber de ciencia política y de Derecho, del mismo modo que en este país todos parecen saber de medicina. Y uno se pregunta para qué financiamos universidades con tantos letrados y doctores como andan por ahí sueltos pontificando. Pero lo peor no está en lo que diga un ciudadano en una charla de amigos, sino en que lo exponga un político y licenciado, como el líder de Podemos, que parece haber obtenido su título universitario en una tómbola. Con estos interlocutores, pedir diálogo en el actual conflicto catalán (como reclaman muchos), o prudencia (en la que insisten otros) se antoja una utopía.
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