El asesinato de John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963 en Dallas es la teoría de la conspiración por antonomasia. Objetivamente, aquel hecho trágico no fue más misterioso ni inexplicable que muchos otros magnicidios que en su momento quedaron sin resolver del todo y se han ido desvaneciendo en el olvido. Pero el glamur que rodea a la figura de Kennedy -y que ya le rodeaba en vida-, junto con el constante cultivo de la sospecha en la cultura popular entorno a los motivos de su asesinato, han dado pábulo a la sensación de que existe algo oscuro, siniestro e importante tras su muerte. Y luego vino la película JFK de Oliver Stone de 1991, un ejemplo perfecto de lo que podríamos llamar «cine populista», que terminó por fijar de una manera definitiva la suspicacia.
Esta pieza de historia pop vintage se mezcla ahora con una moda más reciente: la revelación en masa de secretos, el voyerismo del dato, inaugurado por Wikileaks y convertido ya en un género más del periodismo o del entretenimiento. La ley de 1992 que protegía el secreto de los documentos sobre el asesinato de Kennedy expiraba este jueves, y Trump, que cuenta con un cierto número de teóricos de la conspiración entre sus seguidores, ha aprovechado para presentar la desclasificación de casi 3.000 informes secretos de hace medio siglo como un ejercicio de transparencia. En realidad, no son nada comparados con los más de 300.000 que ya se han ido desclasificando con el tiempo, y no aportan gran cosa. Revelan que la CIA y el FBI estaban al tanto de las actividades sospechosas de Lee Harvey Oswald, el asesino, y también de la intención de otros de asesinar al propio Oswald, como sucedió.
¿Es esto sorprendente o sospechoso? En realidad, no. Es lo mismo que sucede casi casa vez que un yihadista comete un atentado y se conoce su identidad: la policía o los servicios secretos le tenían localizado o figuraba en una lista. Lo cierto es que los servicios de inteligencia y la policía vigilan a miles de personas, la mayoría de las cuales no llegan nunca a cometer ningún atentado. El problema de los servicios de información casi nunca consiste en conseguir información sino evaluarla y decidir qué es prioritario y qué es simple ruido. Con Kennedy, está claro que se equivocaron, y confundieron lo real con el ruido. Pero también se equivocan los teóricos de la conspiración al confundir ahora el ruido con lo real. Los documentos que se han desclasificado están llenos de ese ruido. Una parte del mismo es interesante -se desvelan algunos secretos de operaciones de contrainteligencia famosas- pero no sorprendente. De Kennedy, no se aclara gran cosa. Pero, por supuesto, quedarán dudas. Siempre quedan dudas, precisamente porque la esencia del pensamiento conspiracionista es esa, la sospecha como actitud, como manera de observar el mundo.
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