El Rey ha tomado partido y ha ofrecido un liderazgo que se echaba en falta desde el domingo. Lo echaba en falta mucha gente, y especialmente los catalanes unionistas, un colectivo acosado desde hace años en Cataluña, y muy desconocido, cuando no incomprendido, en el resto de España. En los últimos dos días estaban con la moral por los suelos (fíjense en la cara demacrada de Inés Arrimadas en las tertulias de televisión), con la sensación de haber sido puestos aún más a los pies de los caballos, vendidos a cambio de dios sabe qué cálculos electorales, e indignados por la sucesión de chapuzas que se cometieron en su nombre: las 10.000 urnas que entraron por La Junquera sin que el CNI se enterara, el sonrojante episodio de Puigdemont dando el esquinazo en un túnel al helicóptero de la policía que lo seguía, con el infantil objetivo de evitar su foto con la papeleta en la mano…
Muchos de ellos habían tirado la toalla y hacían planes para irse de Cataluña. No ayudaron las palabras de Rajoy la noche de autos, trufadas de lugares comunes, conocidas desde antes de que empezara a hablar.
El discurso de Felipe VI, que aunque con enormes diferencias se recordará en los libros de historia a la altura del que dio su padre el 23-F, no fue el de un día más en la oficina. Llama la atención el tono enérgico, frío, alejadísimo del trámite navideño y la campechanía borbónica, distanciado aunque solo fuera durante siete minutos de su función habitual de mediación institucional. Se dirigió a todos los ciudadanos de Cataluña, pero no ofreció ni un solo paño caliente al mundo independentista. Utilizó las palabras más duras posibles para denunciar las tropelías de Junqueras y Puigdemont, con los que quedan definitivamente rotos todos los puentes.
Y se detuvo especialmente en los que están siendo pisoteados por la turba, los que escuchan Mediterráneo en sus casas, los que leen a Isabel Coixet o los guardias civiles que no pueden salir del hotel ni a tomar una caña: «A los catalanes que estáis preocupados con el poder autonómico, no estáis solos», les dijo, y les ofreció todo el apoyo y la «garantía absoluta del Estado de derecho».
El Rey ha tomado partido, ha arriesgado su corona y se ha mojado mucho más de lo que nadie podía imaginar. Ha dejado claro que la defensa del actual marco legal (Constitución, Estatut) es la única base para una convivencia democrática. Y ha tenido especial cuidado en no mencionar la palabra diálogo, en un claro mensaje a las presiones que puedan llegar desde organismos internacionales.
Así que ahora la patata caliente la tienen Mariano Rajoy y Pedro Sánchez. No hacer nada ya no es una opción. Ponerle una vela a Dios y otra al diablo, tampoco. Y sentarse a negociar el precio del rescate para que lo paguemos todos a escote, mucho menos. Al menos, no será posible con este jefe del Estado.