En nombre de grandes ideas se han cometido enormes infamias. La última, ayer. La democracia que tanto nos costó conseguir fue vilmente pisoteada por quienes la han tergiversado hasta la náusea. Han hecho de las urnas un tótem, una vulgar excusa para intentar justificar lo injustificable, que es su desprecio a las leyes, a la voluntad de los ciudadanos y a las más elementales normas de convivencia. Considerar lo de ayer una votación democrática es, además de otra perversión más del lenguaje, un insulto a los ciudadanos. Una vergüenza.
Tan vergonzoso como provocar el incendio y después culpar a los bomberos que acuden a sofocarlo. La inacción de los Mossos, desobedeciendo flagrantemente las órdenes judiciales y sometiéndose sumisamente a las directrices políticas, es más propia de regímenes totalitarios que de un Estado de derecho, en el que la ley ha de primar sobre los intereses particulares del partido en el poder. Con su actitud, los Mossos se convirtieron en cómplices de Puigdemont y Junqueras y cooperadores necesarios del intento golpista.
Tampoco faltaron los buitres que sobrevolaron el escenario en cuanto vieron brotar la sangre. Es una vergüenza que quienes se posicionan con los que vulneran todas las leyes e incluso acuden a votar a una farsa de referendo se atrevan a rasgarse las vestiduras y tengan la desfachatez de pretender dar lecciones de democracia. De su particular versión de la democracia, claro, que poco tiene que ver con la que conocemos en Europa.
Y vergüenza da la imagen que España transmitió ayer al mundo por culpa de todos estos sinvergüenzas y por la incapacidad del Gobierno, que se dejó arrastrar al terreno que querían los secesionistas: que no era votar, no nos dejemos engañar, sino hacerse los mártires ante el mundo.
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