De nuevo, una ocasión perdida para refocilarme en el limbo de la «equidistancia» al que arrojan los abanderados de cualquier lado a quienes no apoyan incondicionalmente causas excluyentes; a quienes buscan territorios para lo común, más allá de los símbolos que los identifiquen. Así que no, no voy a hablar del referéndum.
Hace unos días se conmemoró el cuadragésimo cuarto aniversario de la muerte de Salvador Allende tras el infame asalto al Palacio de La Moneda, a la democracia, comandado por un siniestro personaje que, décadas y miles de víctimas después, era acogido con distinción en una reputada democracia europea. A diferencia del denuesto con el que se agasaja actualmente a presidentes elegidos democráticamente, pero que no cuentan con la bendición de los Chicago Boys. Vamos, que Thatcher se marcó un Roosevelt/Somoza, ¿o era Trujillo?, da igual: «He may be a son of a bitch, but he's our son of a bitch».
No esperaba que Augusto viniera a ilustrar un debate sobre comunicación política, entre otros temas, unos días antes de este aniversario, en Avilés. Una estimulante, como siempre, conversación con Ngaby y Salcines, al frescor de unas cervezas nocturnas, en la que se llegó, de nuevo, a identificar determinados planteamientos identitarios, entre ellos la necesidad de autorreferencia de la izquierda con pedigrí, como escollos en el itinerario hacia el cambio político y una emancipación democrática real. Cuando planteaba, una vez más, que el cambio requiere una participación masiva, que la participación requiere motivación y esta, la confianza en la satisfacción de expectativas comunes a la mayoría social, y que la confianza merma cuando se adjuntan expectativas con las que no se identifica esa mayoría, Ngaby me preguntó si había visto la película «NO» (Pablo Larraín, 2012). Y no, no la había visto. De haberlo hecho, la habría utilizado a menudo para ilustrar las tesis de comunicación que, aunque aparentemente obvias, encuentran bastante resistencia entre quienes se miran el ombligo político; u orgánico, por qué no decirlo.
Esta inspiradora y emotiva película, basada en un texto de Antonio Skármeta, recrea el proceso creativo de la campaña del NO para el plebiscito que Pinochet tuvo que convocar en 1988 bajo una creciente presión internacional, en el que el pueblo podía decidir si quería que el general siguiera 8 años más para dirigir, supuestamente, una transición a la democracia que él mismo había ultrajado y secuestrado 15 años antes.
El responsable del comité de publicidad de la Concertación por el NO decide contactar con el hijo de unos amigos, un joven publicista de éxito, para que le dé su opinión sobre el primer anuncio que habría de emitirse en la franja televisiva de 15 minutos diarios con que contaba cada contendiente durante la campaña. Asumiendo que el resultado del plebiscito es bien conocido, diré, resumiendo mucho, mucho, que lo que propuso, para estupefacción de los representantes de las organizaciones políticas que constituían la Concertación, fue que, si querían ganar un plebiscito que, de partida, daban por perdido, tendrían que cambiar aquel relato sombrío de Chile, en el que se enumeraban las atrocidades cometidas por la dictadura de Pinochet y se glosaba la épica resistencia política de algunos de los «concertados», por un logotipo -un arco iris-, un jingle -«¡Chile, la alegría ya viene!»- y una colección de spots publicitarios que habrían de exacerbar la ilusión por un nuevo país libre.
A partir de entonces se inició una batalla de marketing político en el que las emociones se pusieron a la altura de los argumentos políticos, si no más arriba: la alegría frente al miedo.
Los publicistas que se encargaron de la campaña del SÍ entendieron enseguida que no solo tenían que apelar a aspectos tangibles y cotidianos como la modernización del país, la seguridad, el orden, sino asociarlo, de la mano del imaginario publicitario, con la intangible posibilidad de prosperar, a diferencia del socialismo, que repartía miseria: «a la gente lo único que le interesa es la repartija». Infundir, pues, el miedo a pederlo todo. Ahora bien, cualquiera puede hacerse rico, pero no todos y, según la estrategia del SÍ, «no se puede perder cuando todos apuestan a ser ese cualquiera». ¿Cierto?.
Esto es el planteamiento, no quiero destripar más la película; si quieres saber cómo evolucionó este duelo comunicacional, tendrás que verla. Más que recomendable, porque aunque no es un documental, ya que mezcla ficción y realidad, es una buena alegoría para explicar la comunicación política. Como dije, a mí me servirá para ilustrar mis experiencias en este ámbito. En la izquierda, donde no es extraño asistir a dinámicas orgánicas que entran en conflicto con las públicas; la necesidad de reivindicarse por medio de la lealtad a inveterados axiomas ideológicos -la exhibición del pedigrí- puede llegar a prevalecer sobre la necesidad de implementación de una política digna, y pragmática, que tiene la gente que padece, tanta ya, fuera de la organización. No es que la acción comunicativa renuncie a los principios que guían la acción política, ese es un falso dilema; es que son procesos complementarios que requieren un equilibrio que varía en función del contexto. Y de ese equilibrio depende la materialización de las expectativas de una mayoría que espera, hastiada.
¿Y la próxima semana?
La próxima semana hablaremos del gobierno.
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