La polémica está servida. Quien fuera líder de la reivindicación democrática e icono pacifista de Birmania, condenada a un largo arresto domiciliario de casi quince años por enfrentarse al Gobierno militar de su país, Aung San Suu Kyi, hoy está siendo acusada de tácita connivencia con la masacre de los rohingya que viven en su país. Esta minoría musulmana que vive al norte de Birmania, ha huido en masa a la vecina Bangladés, donde se cree que ya suman más de 380.000 refugiados, de los cuales el 60 % son niños. Esta nueva oleada se suma a los más de 400.000 refugiados de anteriores migraciones forzosas, lo que hace que los campamentos estén sobresaturados y en condiciones insalubres.
La ausencia de cualquier declaración por parte De Suu Kyi la ha convertido en objeto de las críticas que ponen de manifiesto la contradicción entre haber defendido durante casi dos décadas una lucha pacífica y ahora no cuestionar la persecución a los rohingya. Unas críticas a las que parece que no va a enfrentarse porque no acudirá como representante de su país en la Asamblea General de la ONU que tendrá lugar el próximo día 20.
Y es que esta huida masiva es consecuencia de la campaña desarrollada por milicias birmanas tras el ataque del Ejército de Salvación Rohingya de Arakan contra zonas fronterizas el pasado 25 de agosto. Inicialmente parece que tras este comportamiento está el recurrente hábito de acudir al ejercicio de la violencia para imponer la voluntad de unos sobre otros, sobre todo cuando hay diferencias de índole étnica y religiosa como es el caso. Sin embargo, la existencia de importantes recursos naturales en la zona en conflicto podría arrojar otro tipo de luz a la limpieza étnica que se está llevando a cabo con los rohingya y que tiene difícil justificación desde el punto de vista humano.
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