Cuando se pierde la razón, ya solo queda el recurso a la fuerza. Y eso es lo que ayer intentaron los secesionistas en el pleno parlamentario más ignominioso que se ha visto en España desde que Tejero irrumpió en el Congreso. Aunque sin armas, como entonces alguien ha intentado violentar a los legítimos representantes de los ciudadanos para acallar sus voces, como entonces alguien ha intentado pisotear las leyes para imponer por la fuerza su visión particular a toda la sociedad. Carme Forcadell ejecutó ayer el más despreciable papel que puede imaginarse en un político, el de brazo ejecutor de un golpe contra la democracia que Puigdemont remató con la convocatoria de un referendo ilegal. Ni siquiera se esforzaron en guardar las formas. Intentaron secuestrar el parlamento como han intentado secuestrar a la sociedad catalana para conseguir sus propósitos, que son los de una minoría. Pero aunque fueran los de una mayoría. Nadie está legitimado para imponer nada al margen de la ley, porque la democracia, que es un constructo social, se sustancia en las normas acordadas entre todos. Contraponer a la ley una supuesta legitimidad natural anterior a ella es una falacia propia de totalitarios. La independencia es una opción política legítima, pero no lo es intentar acceder a ella por la fuerza. Desde que el imperio de la ley se impuso en la modernidad desapareció el derecho de conquista. Los secesionistas quieren volver al Medievo. La democracia se enraíza en el reconocimiento de la multiplicidad de intereses y del disenso, que se resuelve mediante procedimientos pactados y preestablecidos. En ella todo es posible menos los intentos de acabar con ella, como pretenden los golpistas.
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