Si mi enemigo está en lo cierto, le dijo a su mujer, entonces este Dios es un Dios malicioso, para quien la vida de los vivos carece de valor; y yo querría que los hijos de mis hijos lo supieran, y que conocieran mi enemistad hacia ese Dios, y que me secundaran en mi enfrentamiento a ese Dios y en el desafío a sus propósitos.
Salman Rushdie, Dos años, ocho meses y veintiocho noches (2015)
Tengo en mi mesa un ejemplar de la novela de Salman Rushdie Los versos satánicos en español. En la página 5, bajo el nombre del autor y el título de la obra, podemos leer quién se encargó de la traducción: Documentación y Traducciones, S. L.
Htoshi Iragashi fue la persona que tradujo la novela de Rushdie al japonés. Era profesor de árabe y de Historia y Literatura persa. Fue asesinado a puñaladas en 1991 en la Universidad de Tsukuba. Unos días antes de este suceso, Ettore Capriolo, traductor al italiano del libro, había quedado con un iraní en su casa con el objeto de hablar sobre la traducción de una obra. Una vez allí, el iraní le preguntó por el paradero del autor de Los versos satánicos, algo que el italiano desconocía. Como no lo sabía, el criminal iraní le dio una paliza y le asestó varias puñaladas con un cuchillo en la cara y el cuello y lo dejó allí tirado desangrándose. Afortunadamente. Capriolo sobrevivió al ataque. Falleció en 2013.
Antes incluso de que en 1989 el ayatolá Jomeini anunciara la fetua que condenaba al escritor angloindio a muerte por blasfemia, apostasía y otras sanas costumbres, se habían sucedido disturbios por todo el mundo contra la publicación de la novela. Los dos primeros países en prohibir su publicación fueron India y Sudáfrica. El escritor se vio obligado a vivir oculto durante diez años bajo protección del gobierno británico. Aunque el fenómeno marcó un antes y un después en el mundo literario, no fue la primera obra que sufrió la ira del fundamentalismo islámico.
El escritor británico Hanif Kureishi, hijo de una inglesa y un pakistaní, es amigo de Rushdie desde antes de la publicación de Los versos satánicos. Cuando se estrenó en 1985 la película de Stephen Frears Mi hermosa lavandería, con guión de Kureishi, hubo disturbios y manifestaciones de ofendidísimos inmigrantes de Pakistán por su contenido. El film narra el romance entre un adolescente asiático y un chico anglosajón de clase obrera. Hubo manifestación todos los viernes frente al cine que pusiera la película bajo el ridículo lema «No homosexuals in Pakistán». Kureishi afirma que ahí fue la primera vez que vio a la izquierda de la mano del fundamentalismo islámico. La izquierda británica le señalaba: debía apoyar a su comunidad, no criticarla. Los críticos islámicos dijeron que Kureishi había llamado homosexuales a todos los musulmanes. Así, sin más. Poco a poco, la polémica por el film de Frears fue diluyéndose hasta llegar al caso Rushdie.
Rushdie vivió bajo el nombre falso de Joseph Anton, compuesto por los nombres de pila de dos de sus escritores favoritos, Joseph Conrad y Anton Chejov. El libro de memorias de 2012 que publicó sobre su cautiverio a raíz de la fetua lleva ese nombre. En él, Rushdie ajusta cuentas pendientes con un resentimiento notable. Señala a todos aquellos que desde organizaciones musulmanas británicas, jalearon la condena a muerte o fueron tibios con ella. Hasta el hipócrita miserable cantante Yusuf Islam, anteriormente conocido como Cat Stevens, recibe varios bofetones en las lúcidas palabras del escritor angloindio. También denuncia cómo buena parte de la izquierda se puso de perfil e incluso de espaldas ante lo que le estaba pasando, cómo los tabloides no dejaban de humillarle en sus portadas, cómo el gobierno británico, en su esfuerzo por acercar posturas con la teocracia iraní para solucionar el asunto, le hizo firmar un escrito en el que se arrepentía de sus palabras aprovechando su estado de ánimo, algo de lo que se arrepiente profundamente, no de las palabras de su novela, de las del escrito, se entiende. Diez años de humillación, de terrorismo y asesinatos en torno a lo que no debió ser jamás otra cosa que una novela.
Después de diez años, Rushdie dejó de ocultarse. A pesar de que hoy el panorama literario y cultural ha caído definitivamente en la estupidez de que las creencias no deben ser criticadas, él sigue dejando pinceladas contra el fundamentalismo en sus obras, pero es de los pocos que se atreven. Hoy sería imposible la publicación de algo como Los versos satánicos o una película tan agresivamente blasfema como La vida de Brian. La izquierda ha entrado en un proceso postlaicista consistente en el blanqueo de las religiones, especialmente aquellas que nos son más o menos lejanas, entre ellas, y muy especialmente, el Islam. Esto lo pude ver nítidamente con la matanza de Charlie Hebdo. Muchos izquierdistas acusaron a los dibujantes de ofender a los creyentes, como si la ofensa fuese motivo suficiente para perpetrar asesinatos. Twitter se llenó de personas que enlazaban algunas de las más sangrantes portadas de la revista satírica francesa contra el Islam. Por supuesto, nadie se atrevía a justificar abiertamente la masacre, pero en mi cabeza no eran muy distintos que ese cuñado torrentiano de tasca mugrienta que asegura no ser homófobo porque tiene un amigo gay, que es el equivalente occidental a «No homosexuals in Pakistan».
Esta complicidad (sí, complicidad), es obscena. La izquierda parece estar abrazando un proceso de rechazo del laicismo, uno de sus valores fundamentales, y uno de los valores fundamentales que deben prevalecer y por los que hay que luchar en cualquier democracia. No es nuevo, es lo que sufrieron Salman Rushdie y Hanif Kureishi. Nadie, ningún líder político, con todo lo que está pasando, ha enarbolado la bandera del laicismo. El laicismo es la única ideología que permite la libertad religiosa y de pensamiento, el laicismo nos iguala, el laicismo es todo lo contrario a la barbarie. Duele comprobar que lo que señalan desde la derecha con respecto a la manifestación del sábado en Barcelona sobre la ausencia de condenas explícitas al fundamentalismo y la yihad es cierto. Todo se elude, todo este torrente se bordea, todos los eufemismos se exhiben sin pudor, nadie le pone el cascabel al gato. Por supuesto, el laicismo no puede evitar que se produzcan actos terroristas. El problema no es exactamente este.
Lo que ocurre es que se está aprovechando lo ocurrido para blanquear discursos peligrosos e ir eliminando poco a poco el laicismo del discurso político en general y de la izquierda en particular con cierto éxito. Algunos musulmanes españoles, algunas conversas con columna ya piden que el estado apoye económicamente la religión musulmana. En la izquierda los hay aplaudiendo esto, diciendo que si no lo hacemos nosotros, lo hará Arabia Saudí. Este falso dilema es terrible en su infantilismo. Y nos aleja de la libertad religiosa, del laicismo y de la democracia. Esta actitud hacia el integrismo ya la hemos visto. Es un paso firme hacia la barbarie.
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