Los artículos de opinión no se escriben tan pegados a la actualidad como las noticias, había finalizado y entregado este en la mañana del 17 de agosto, antes de que la barbarie golpease a Cataluña. Creo que sigue teniendo sentido porque comenta más una época que un acontecimiento. La brutalidad del terrorismo refuerza la idea de la fealdad de la realidad que nos toca vivir, no del mundo, que a pesar de la violencia y la injusticia es otra cosa, lo integramos miles de millones de personas solidarias que, la inmensa mayoría, solo deseamos modestamente ser felices, aunque muchos se encuentren para lograrlo con demasiadas dificultades.
Un acontecimiento así pone en valor al periodismo, que espero que nadie entienda que censuro como profesión. Poco se puede añadir sobre los atentados, el pueblo de Barcelona lo ha dicho todo con su rechazo al miedo, quizá desear que los dirigentes de las grandes potencias se convenzan de que, además de detener y encarcelar a los terroristas, es imprescindible acabar con los motivos por los que demasiados jóvenes musulmanes se convierten en fanáticos. No tiene justificación la violencia indiscriminada, no se va a terminar con el fanatismo en poco tiempo, tiene raíces demasiado profundas, pero hay algún motivo que conduce a que se extienda, a que los sectarios logren convencer a tantos de que su lucha está justificada. Mientras no se cree un estado palestino, mientras continúen las guerras y las matanzas en el oriente medio, reclutar terroristas seguirá siendo demasiado fácil.
«Me detuve unos segundos frente al cajón de los periódicos, preguntándome si debía comprar los dos de la tarde. Leerlos era como vaciarse una bolsa de basura en la cabeza. A veces lo hacía, cuando daba igual un poco de basura más o menos, pero hoy no». Hace solo un par de años, puede que quizá menos, leer estas frases me habría provocado un inmediato rechazo hacia Karl Ove Knausgard, a la vez autor y protagonista de la novela, o sea, inequívoco padre del pensamiento, pero hoy no.
Acostumbrado a leer, casi desde niño, varios periódicos al día, a comprar desde que me emancipé un mínimo de dos y a ver, además, todos los que pudiese en los cafés, supongo que me siento como quien sufre un divorcio no deseado. Una herida que mi nuevo amor por Internet no es suficiente para restañar.
No estoy seguro de si a Karl Ove le disgustaba más la realidad o cómo la contaban los periódicos suecos, me temo que a mí me desazonan las dos cosas, aunque los periódicos sean los españoles. Supongo que necesito un descanso de actualidad, es innegable que resulta agotadora.
No ayuda a vencer el agotamiento ver todos los días, con escasos matices, las mismas portadas en el quiosco. No dudo que la crisis de Venezuela y el proceso catalán sean importantes, tampoco las estúpidas bravuconadas de Trump y Kim, no por lo que dicen, indigno de pasar a la historia más que como anécdota, sino por los cargos que desempeñan. El problema reside en la sensación de haber leído el mismo periódico durante meses, aunque aparezcan fechas distintas en la cabecera, que se agrava cuando estas se convierten en intercambiables. No es una cuestión de objetividad, sino de variedad, de capacidad de análisis y de independencia, o de multidependencia. Algo falla cuando parece que todos tienen el mismo dueño y los mismos columnistas con el nombre cambiado.
Desde luego, la realidad es incómoda, incluso fea, de eso no tienen la culpa quienes nos la cuentan. Fea resulta la revolución venezolana, en parte porque expresa la lucha de clases, como decía Marx de las jornadas de junio de 1848, pero también por la incompetencia, la incoherencia ideológica, la corrupción y la falta de inteligencia de quienes la dirigen. Una cualidad, esta última, que comparten con los principales dirigentes de la oposición, que solo inspiran desconfianza y cuya victoria es de temer que traiga más revancha hacia los pobres que verdadera democracia. No se trata de equiparar a unos con otros, es inaceptable el encarcelamiento de opositores políticos o la represión contra manifestaciones pacíficas, aunque también parece cierto que estas últimas no siempre lo son, pero sí hay un innegable paralelismo entre la permanente negativa de la oposición a reconocer las rotundas victorias electorales de Chávez y el comportamiento de Maduro tras el triunfo de esta en las legislativas.
Si fea es la crisis de Venezuela, no es más estética su utilización en la política interna española o la militancia de la prensa madrileña, la derecha española y dirigentes del PSOE contra el chavismo desde el mismo momento en que ganó las primeras elecciones. Nunca hubo análisis serios, o fueron muy pocos, sobre cuál era entonces la situación del país, ni se intentó entender por qué tenía Hugo Chávez ese apoyo popular. Tampoco es comprensible el intento de parte de la izquierda de mimetizarse con el chavismo, solo había que escuchar a Chávez en Telesur para comprender que era difícil que su discurso condujera a alguna parte, menos al socialismo, y que podía tener cierto sentido en ese país concreto, pero era difícilmente exportable. Las comparaciones de Maduro con Salvador Allende no son solo anacrónicas, resultan insultantes.
En el caso de Cataluña, hastía la repetición de argumentos inanes. Ni unos pueden pretender tomar decisiones de trascendencia histórica irreversible sin contar con el apoyo de la mayoría de los catalanes, ni los otros son capaces de comprender que apelando solo a la ley y los tribunales pueden aplazar, y no por mucho tiempo, el problema, pero nunca resolverlo. El abuso de la historia, por unos y otros, más que aburrir, irrita.
La sacralización de las leyes produce asombro, se ha glorificado que el fin de la dictadura de Franco se hiciese “de la ley a la ley”. Se confunde un mal necesario con un paradigma de comportamiento. Quienes en aquellos años violamos las leyes podemos sentirnos orgullos de haberlo hecho. Lo justo, lo deseable, hubiera sido prescindir de la (i)legalidad franquista para construir la democracia. No fue posible porque la dictadura controlaba el ejército y la policía, además de los tribunales y la administración, y las fisuras, sobre todo entre quienes tenían las armas, eran todavía demasiado pequeñas. La oposición tuvo que ceder, pero porque, de no hacerlo, la llegada de la democracia se hubiese retrasado años, con lo que eso hubiera supuesto de represión, violencia y atraso económico y cultural para el país.
Tampoco las leyes en una democracia son sagradas si son ilegítimas o inútiles, alejadas de la realidad. El poco velado racismo de Trump nos permite recordar lo que duraron las indignas leyes racistas en la democracia americana; todavía hay democracias que obligan a niñas violadas, de diez u once años, a tener hijos incluso a riesgo de su vida; hay democracias que persiguen a los homosexuales. Cuando Irlanda se separó, con una cruenta guerra, a la vez civil y de la independencia, en el siglo XX, del Reino Unido este era una democracia, la historia no comienza en Kosovo.
Alargaría más de lo aceptable este desazonado comentario que me extendiese sobre la parodia de guerra fría entre Don Donald y el coreano admirador del pato homónimo, o sobre el antiguo agente del KGB que, entre hisopazos de los popes, aúna las simpatías de ultracatólicos comentaristas del ABC y de izquierdistas desnortados, que siguen adorando a todo el que escribe en cirílico. Qué decir del callejero franquista, reliquia incorruptible, al parecer, de nuestros pueblos y ciudades, que unos hacen juegos malabares para conservar, violando la única ley que para ellos no debe ser sagrada, y otros embarullan con propuestas que solo parecen pretender que los neofranquistas aparezcan como razonables.
Y de lo que se escribe demasiado poco en los periódicos, de los refugiados o de esas guerras sin épica que desangran el medio oriente; ojos que no ven...
En fin, si fuese Mafalda, le pediría al mundo que se tomase unas vacaciones, como ni lo soy ni creo que me hiciese caso, mejor será que me las tome yo.
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