Apocalypse Soon VI: emociones que nos embargan la cuenta

OPINIÓN

06 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En el capítulo anterior vimos como el sistema educativo, más que proporcionar recursos para el desarrollo de las capacidades que nos permitan interactuar con el entorno de forma adaptativa -para subsistir como especie a largo plazo-, parece un proceso de selección para un mercado laboral degradado y humillante. Un sistema que, como dice Ken Robinson, entre otros referentes educativos, se concibió en otra era, atendiendo a concepciones de la mente y a necesidades productivas muy diferentes a las actuales. Un sistema, en definitiva, que ha cambiado muy poco desde entonces y que es muy eficaz para desechar a gente que no responde «bien» a un modelo académico, productivo y social que no se basa en la inclusión, la sostenibilidad y la justicia, precisamente.

Así que, una vez implantados el mecanismo de control remoto del miedo en la infancia temprana, y unas directrices y destrezas, en el periodo formativo, ajustadas a un mercado laboral en el que el empleo se subasta a la baja, solo nos falta un acervo argumental que dé sentido a un sinsentido.

No es difícil intuir que la monotonía del discurso público, patrocinado generosamente por la «ortodoxia económica», podría tener, como se dijo en el capítulo 3 de esta serie, cierta intencionalidad: la pertinaz lluvia de mensajes, desde gobiernos y grandes medios de comunicación, como la (falaz) ausencia de modelos económicos alternativos y la consecuente necesidad de «hacer sacrificios» ante el altar de «los mercados», entre otros, acaba asentando una expectativa de inexorabilidad que aboca a la mayoría a integrar, entre otras, una situación de indefensión aprendida, es decir, la percepción de que no tenemos control sobre los resultados de nuestras acciones: hagamos lo que hagamos, padecemos. Un ejemplo: sacrificar el tiempo de ocio juvenil por hincar los codos para sacar buenas notas ya no te «garantiza» un buen puesto de trabajo, ni siquiera uno digno. La indefensión aprendida genera inhibición, una actitud pasiva, como resultado del miedo a un castigo del que creemos no tener escapatoria; y puede acabar en una depresión, colectiva y contagiosa.

El eficaz efecto «orientador» del discurso conduce a la validación de un sistema que justifica el abuso y la consecuente división de la humanidad en categorías con derechos y privilegios «contingentes». Fenómeno descrito en la teoría de la justificación del sistema, que trata de explicar la racionalización del statu quo y la internalización de las desigualdades, entre otros fenómenos, proponiendo que la sociedad integra las ideologías de justificación del sistema por su función paliativa, ya que reducen la ansiedad, la culpa, la disonancia, el malestar y la incertidumbre, tanto de los favorecidos como de los desfavorecidos, perpetuando así la desigualdad.

Tenemos, pues, la supuesta justificación teórica para toda esta presión interesada, y planificada, hacia la lucha individual por una subsistencia, azuzada, además, con el mito del paraíso de la independencia personal. Una lucha que casi nos vacía de tiempo y energía, pero deja un poco para el consumo estupefaciente de entretenimiento pasivo. Un cuadro clínico que ya se pintaba antes de Cristo: pan y circo. Una buena estrategia para que nos abstengamos de la política; de la implicación en una informada toma de decisiones que nos conciernen gravemente. Y así nos va…

¿Y la próxima semana?

La próxima semana hablaremos del gobierno.