Tras las elecciones de EE. UU., y con la presidencia de Trump, dos amenazas fundamentales emergen contra las democracias occidentales. Una, moderna: el peligro de los ciberataques y la injerencia informática extranjera en las elecciones de un país. Otra, antigua: el frágil estatus de la verdad.
Un artículo del Washington Post de hace unos días documentaba 29 falsedades en las intervenciones públicas de Trump en tan solo 26 horas. Se confirma simplemente una tendencia que el candidato Trump ya mostró en campaña: que la verdad, o no le importa, o no la percibe con objetividad.
Escuchar uno de los mítines del presidente es un ejercicio inquietante para el no Trumpista. La tensión entre realidad y mentira es constante. Inexactitudes, hipérboles, omisiones, manipulaciones o simples mentiras caen una tras otra. Trump es un maestro en adaptar la realidad a su mensaje.
El célebre estudioso de la presidencia Allan Lichtman denomina esta táctica «la gran mentira»: al repetirla una infinidad de veces, la mentira empieza a convertirse en verdad en la mente de los que la oyen. La realidad se manipula mediante la repetición infinita de la mentira.
Un ejemplo claro son frases de uso muy extendido del estilo de «Obamacare es un desastre» y «está matando gente». La ley tiene evidentes defectos, que sus propios creadores reconocen. Pero también dio nueva cobertura médica a 20 millones de personas, expandió con éxito el programa Medicaid de ayuda a los necesitados, reconoció la necesidad de ofrecer seguro médico a individuos con enfermedades crónicas e intentó iniciar un proceso de estabilización de los precios.
Otro ejemplo es que los emigrantes hispanos son (somos) peligrosos delincuentes: violadores, criminales y pandilleros. Las estadísticas demuestran que en los barrios de mayoría inmigrante, el índice de criminalidad es más bajo que en el resto del país, y que la economía se sigue beneficiando de una mano de obra baratísima que reduce costes y aumenta la productividad. ¿Que los emigrantes tienen que respetar la ley, cumplir con sus obligaciones cívicas y entrar en el país legalmente? Por supuesto: faltaría más.
No menos chocante es el fervor con el que los seguidores de Trump acogen sus ideas. Está claro que muchos estaban hartos de ocho años de presidencia demócrata. Pero ¿justifica eso que una buena parte de su base no muestre ningún interés por conocer la verdad? Para ellos, todo lo que no sea palabra de Trump es «fake news»: «noticias fabricadas».
Un ejemplo: el 45 % de los votantes republicanos piensan que Trump ganó el voto popular en las últimas elecciones, aunque los resultados ratificados sin ambages por los secretarios de Estado de todos los estados (incluidos aquellos con gobernador republicano) dan una diferencia de casi 3 millones de votos a favor de Clinton.
Ignorancia no es la palabra exacta para definir este comportamiento. La actitud es casi más emocional que intelectual. Denota ausencia de espíritu crítico y un deseo de ver la realidad solo a través del prisma de la demagogia de Trump.
Muchos seguidores de Trump estaban hartos de ocho años de presidencia demócrata. Pero ¿justifica eso que una buena parte de su base no muestre ningún interés por conocer la verdad?
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