¿Por qué los españoles hablamos tan mal de España, salvo cuando no estamos en ella y la echamos tanto de menos? La verdad es que la tortilla de patata nunca se ha soñado tanto como cuando estamos en el extranjero. La fabada, el lacón con grelos, el cocido madrileño, los callos con o sin garbanzos, la paella, el jamón serrano, un rioja, un vino de la Ribera del Duero o un albariño, son manjares y acompañamientos con los que soñamos cuando vivimos en el extranjero. Pero también añoramos la calle Real, el faro, el muelle, la vista desde el castillo o las gentes animadas paseando por una avenida o rúa cualquiera de nuestras ciudades. Echamos en falta a los amigos, al bar de Julio, a la partida del mentiroso, al cuba libre de ese bar de Julio y a los cacahuetes con cáscara y sin tostar que nos pone Julio sin preguntarnos nada.
Soñamos con ese calor que no nos deja dormir, con las brisas del otoño, con la lluvia fina a la que llamamos calabobos y con el viento que viene del mar y que nos vuelca los paraguas. Pensamos que nadie maneja mejor los paraguas que la gente mayor del norte del país o los abanicos, esas morenas de ensueño que solo hay en los pueblos del sur de la península.
Hablamos de la solidaridad española, de la donación de nuestros órganos a otras personas que los necesitan y a las que nunca conoceremos; de la generosidad en el peligro en el que pueden estar otros desconocidos y en nuestra intención de salvarles la vida, aún arriesgando la nuestra. Pensamos en las revueltas que nos da nuestro interior, eso que llamamos tripas, cuando vemos algo que nos enfada por su injusticia y que nos afecta tanto que damos dinero o participamos en colectas de alimentos no perecederos.
Y eso todo fuera de nuestro país. En el extranjero, en donde estamos empapados de morriña y una gran nostalgia de todo lo que conocemos y echamos de menos de nuestro lugar y sus habitantes.
Pero, eso sí, dentro del país nos destruimos. Nos odiamos, nos aniquilamos con la palabra, insultamos a nuestra bandera y escupimos al suelo, que tanto añoramos en el extranjero. Queremos separarnos y odiar a los vecinos, anhelamos no pertenecer al terruño en donde hemos nacido, ya que nos han acogido mejor en otro lugar, en donde en realidad nunca has llegado a ser de allí, solo eres “un turco, un portugués o un descolocado” algo que mencionan con risas los nuevos fenicios desde sus sillones. Está bien ser de mejor Rh negativo que los vecinos; ser más inteligentes que el vecino que no tiene el AVE; más ricos, y cuando más mejor que aquellos que pensamos como vagos, aunque tengan a la aceituna, al maíz, o a la remolacha en vez de empresas tecnológicas de esas dos punto cero. Y somos capaces de abandonar a los que no han tenido la suerte de poseer un río cerca para regar a sus tierras de cultivo, o una fábrica de esas que llaman multinacionales, que alguien, décadas atrás, les puso en sus pueblos y ciudades para que no protestasen demasiado.
El español ama fuera a su país y lo odia dentro de sus fronteras. ¿Ustedes lo entienden?