La política, como la vida, se vive hacia adelante, pero solo se entiende mirando hacia atrás. Ahora está claro que los 20 puntos de ventaja de los conservadores hace un par de meses eran un espejismo. No porque no hubiese tanta gente dispuesta a votarles. De hecho, han obtenido un porcentaje parecido al que se les pronosticaba. Theresa May ha sido una candidata mediocre y su campaña un desastre sin matices, pero no es esa la clave del vuelco electoral.
Esa clave hay que buscarla más bien en el voto laborista, buena parte del cual se ocultó en las primeras encuestas. Quizá algunos estaban descontentos con la ambigüedad que ha mostrado el partido respecto al brexit. Muchos otros tenían dudas sobre Jeremy Corbyn. Y con cierta justificación. A partir de ahora seguramente se le verá de otra manera, porque nada otorga más glamur que el éxito, pero lo cierto es que Corbyn, hosco y extraño, era un candidato poco atractivo. No era, sin embargo, esa la razón por la que incluso los medios afines al laborismo, como The Guardian o The Independent, consideraban a Corbyn inelegible, sino otra. Su proyecto iba en contra de una vieja idea preconcebida que se ha revelado falsa: la de que un candidato de la izquierda dura no puede ganar nunca.
El asunto viene de un viejo trauma, de cuando los laboristas fueron aniquilados en las elecciones 1983 con Michael Foot al frente. Foot también pertenecía al ala izquierda y se presentó con un programa radical que alguien describió como «la carta de suicidio más larga de la historia». Desde entonces se convirtió en un axioma que solo se podían ganar elecciones por el centro, como Tony Blair. Pero esa argumentación histórica es discutible: Foot se había enfrentado a una Margaret Thatcher que, tras ganar la guerra de las Malvinas el año anterior, se encontraba en la cima de su popularidad. Los laboristas, en cambio, acababan de sufrir una escisión por la derecha. Para ser justos, cualquier candidato laborista con cualquier programa habría sido laminado.
El programa de Corbyn es incluso más radical que aquel de Foot de hace 35 años. Es cierto que tampoco ha ganado con él, pero parece que ha logrado movilizar a una parte importante de su electorado que se había desilusionado. Si miramos la secuencia, es la presentación del programa la que marca el punto de inflexión a partir del cual la intención de voto laborista empieza a escalar. Es posible, pero menos seguro, que también haya influido el rechazo al brexit. Los laboristas han crecido con fuerza en las circunscripciones que votaron por seguir en la UE, pero el partido claramente europeísta era el liberaldemócrata, que ha tenido un resultado mediocre. Cuando Corbyn anunció que no daría marcha atrás en el brexit, no se vio perjudicado en las encuestas. Y, por supuesto, está la pésima imagen de May (fría, autoritaria, insegura). Aparentemente, ha galvanizado contra ella el voto joven, que ha sido un 23 % mayor que en la anteriores elecciones generales.
Es así como un mito, el de la inelegibilidad de los laboristas radicales, se hace añicos. En su lugar nace otro: el de que quien convoca elecciones generales lo paga caro. Será un error suponerlo. Los pronósticos, en política, se cumplen siempre, salvo cuando no se cumplen.