Muchos, estos días, estarán asumiendo la dolorosa -y sin embargo, cívica- rendición de cuentas ante el fisco. Mientras, las noticias escupen como ráfagas de metralleta, uno tras otro, los casos de personajes que, con sus reales descansando en el fatuo Olimpo futbolístico, se creen por encima del bien, del mal y de la Hacienda pública. Que -recuérdalo, mortal- somos todos, aunque unos más que otros.
Un expresidente del Barça al que acusan de forrarse con fichajes indecentes entra en prisión. Neymar, Messi, Cristiano... desfilan por los juzgados. Pero no viajemos tan lejos, la fiscalía del Supremo investiga si Lendoiro cometió fraude en la negociación de deudas con Hacienda. A juzgar por la hiperbólica pleitesía que les dedicamos, quién diría que (presuntamente) nos deben tanta pasta. Tal vez la clave esté en eso, en lo desorbitado de las cantidades. Parece imposible que alguien nos deba tanto dinero a nosotros, pobres aspirantes a las briznas de su gloria, aunque sea alcanzada solo a través de un autógrafo conseguido a las puertas de un hotel en el que podemos pasar horas desgañitándonos como el crío al que llevamos de la mano.
El niño se quedó sin profesor de apoyo, y la operación de cataratas se retrasa más de lo razonable; pero no importa, la culpa será de otros, no de estos titanes a los que consentimos que nos sisen todo lo que pueden. La ciénaga empezó a extenderse hace mucho tiempo. Cualquiera que alcance a poner un pie en ese paraíso quiere ejercer su derecho a la abstinencia fiscal. Los hay que ni de lejos tienen el brillo de las estrellas, pero se quieren cobrar su parte de mercader. Que es nuestra, aunque no lo veamos porque el oropel nos ciega.