En España se ha alejado el sentido común de los militantes del PSOE, mientras que en Francia se impuso con claridad. Pedro Sánchez ha ganado las primarias del PSOE y todo apunta que descoserá más el partido y quizás España, mientras que Emmanuel Macron ganó a la nacionalista, ultraderechista y nostálgica de la Francia de Vichy, Marine Le Pen, cosió la nación y salvó la República y con ella la Unión Europea.
El irreductible y renacido secretario general socialista insistirá en una nueva izquierda que desalojará a Mariano Rajoy de la Moncloa, mientras que en su primer día de trabajo el centrista galo nombró primer ministro y viajó a Berlín para reunirse con Angela Merkel y escenificar la firme voluntad de refundar la UE. Las ventajas de estar en ella y los valores que la representan, lejanos de la barbarie y la incivilidad, prevalecieron sobre la candidata del Frente Nacional y sobre el comunista Jean-Luc Mélenchon, que con su silencio cómplice en la segunda vuelta y su equidistancia «entre la extrema finanza y la extrema derecha», dejó vía libre para que muchos de sus votantes se inclinasen hacia el parafascismo heredero del colaboracionismo del Gobierno galo de Vichy, que con admirable precisión describió Irène Némirovsky en Suite francesa, en donde la autora, deportada y asesinada en Auschwitz, combina un retrato intimista de la burguesía ilustrada francesa de aquel entonces con una visión implacable de una sociedad que había perdido el rumbo. Tanto pesa esta página negra que Marine Le Pen, en su afán por atar votos, declaro, para escándalo de 700.000 franceses de origen judío y de millones de compatriotas cuyos abuelos se jugaron la vida para salvar a 200.00 judíos, que «Francia no es responsable de Vél d’Hiv» (el velódromo parisino al que el Gobierno de Vichy llevó arrestados a 12.884 judíos -4.051 niños, 5.802 mujeres y 3.031 hombres-, en donde se fusilaba al que intentaba huir y en el que subsistieron durante cinco días sin comida y casi sin agua, para ser trasladados después a los campos de reclusión de Drancy, Beaune-la-Rolande y Pithiviers, antes de deportarlos a los centros de exterminio alemanes).
En la segunda vuelta de las presidenciales francesas se constató otra vez con nitidez que los extremos se tocan. Y en uno de ellos se situó Pablo Iglesias Turrión, a quien Mélenchon, líder de Francia Insumisa, confesó admiración en el mitin que ambos protagonizaron, puño en alto, en la primera vuelta, y que en la segunda, fiel a la consigna del francés, solo tuvo la boca abierta para repetir más que el ajo la moción de censura contra Mariano Rajoy, mientras mantuvo cerrado el pico para los comicios galos, a pesar de que Javier Fernández le emplazó por escrito a hacerlo: «Las elecciones francesas son uno de esos asuntos que no permiten el equilibrismo, porque si hay veces que la neutralidad es otro nombre de la complicidad, esta es una de ellas». Entre la democracia y la complicidad, Iglesias lo tenía claro: la tiranía.
Y tampoco le importó al caudillo de Podemos que su otrora socio y compañero, el griego Yanis Varufakis, líder del movimiento izquierdista Democracia en Europa (DE), llamase a la movilización contra la candidata lepenista y desmintiese a los melenchonistas que afirmaban que el acuerdo era «no votar a Le Pen» y para nada «votar a Macron». «Falso», dijo el fundador de DE: «Fue hacer todo lo que pudiéramos para asegurar que Le Pen no ganase la presidencia francesa. Y eso significaba una sola cosa: ¡votar Macron!». Bueno, pues Iglesias se pasó este compromiso por el arco del triunfo y ahora está alegre por la victoria de Sánchez.