Supongo que no he sido nada original en esto, pero lo cierto es que, en mi cada vez más lejana y añorada juventud, fui un convencido marxista. Cuando echo la vista atrás, me veo a mi mismo, como un joven idealista, que se pasaba horas y horas, leyendo y discutiendo sobre literatura marxista. Desde luego, hay que tener una moral «de hierro» y una fe inquebrantable en la emancipación de la clase obrera, para dedicarse, día tras día, a leer obras como, «Las Tesis sobre Feuerbach», «La revolución teórica de Marx» de Louis Althusser o «El concepto de naturaleza en el marxismo» de Alfred Schmidt. Muchos años después de aquella «desordenada» y «caótica» lectura, lo que me queda es una enorme admiración por filósofos como Gramsci y Habermas y una concepción materialista de la historia y de la vida.
Lo cierto es que, por aquel entonces, el mundo estaba cambiando y figuras políticas como Reagan y Thatcher, con su «revolución conservadora», estaban socavando el consenso keynesiano de posguerra, rechazando el intervencionismo estatal y defendiendo un liberalismo y un individualismo, radical y sin complejos. Como dijo Margaret Thatcher, «la sociedad no existe, solo hay individuos y familias». Se estaba empezando, pues, a cambiar el «paradigma» social y en pocas décadas se iba a acabar con la idea, hasta entonces indiscutida e indiscutible, de que el Estado debía jugar un papel preponderante como planificador económico y provisor de servicios públicos. Y aquí empieza, a mi modesto entender, el irresistible declive de la socialdemocracia y de los partidos socialistas en el mundo occidental. Al renunciar a defender su visión de la sociedad, desistiendo de presentar batalla al emergente culto al sector privado y a las privatizaciones, la socialdemocracia estaba firmando su sentencia de muerte.
Mientras la derecha renacida desplegaba una ingente labor intelectual, creando un «corpus» teórico, de la mano de pensadores de la talla de Isaiah Berlin o Raymond Aron, la izquierda autocomplaciente no oponía resistencia intelectual alguna a esta ofensiva, limitándose a asumir, como propios, los postulados sociales y económicos de esta nueva derecha desacomplejada. Y una vez perdida la guerra de las ideas, a la socialdemocracia sólo le quedaba recurrir a trucos de prestidigitación, echando mano de pensadores menores como Anthony Giddens y su «tercera vía», que sirvieran de coartada y cobertura a gobernantes como Tony Blair o Gerard Schroeder, para llevar a cabo políticas que en poco se distinguían de las de los gobiernos conservadores.
Así pues, el mundo ha cambiado mucho en estas últimas décadas y a la socialdemocracia sólo le queda la opción de renovarse o morir. Aunque siempre recordamos el pasado mejor de lo que realmente fue, mirar hacia atrás, intentando volver a la «época dorada» de la socialdemocracia en Europa, es un ejercicio de nostalgia que no nos podemos permitir. Los cada vez más escasos votantes de los partidos socialistas europeos, debemos entender, de una vez por todas, que la socialdemocracia, tal como la entendimos durante décadas, era el producto de unas circunstancias históricas determinadas y que, cuando las circunstancias cambian, también deben cambiar los instrumentos con los que debemos dotarnos para hacer frente a los problemas y los retos que la sociedad nos plantea.
De la misma manera que, casi treinta años después, yo ya no soy aquel chaval de barrio que soñaba con la revolución mundial, la sociedad actual tampoco es la misma que antes de la caída del muro de Berlín, por lo que seguir aferrándonos a viejas recetas decimonónicas es un esfuerzo inútil que no va a conducirnos más que a la melancolía y, lo que es aún peor, a la irrelevancia política.
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