Es algo recurrente que la derecha española acuse a la izquierda de estar anclada en la guerra civil, cuando no directamente de guerracivilista, la reacción que provocó la aprobación por el Congreso de la proposición no de ley que pretende completar la ley de memoria histórica y propone trasladar la tumba del dictador Francisco Franco más bien indica lo contrario.
Es cierto que hay motivos para acusar al PSOE de proponer cosas desde la oposición que no hace cuando está en el poder. Es innegable que eso sucede con relación a la laicidad del Estado, con el agravante de que sus alcaldes y concejales siguen presidiendo procesiones y otros actos religiosos, o condecorando a vírgenes e incluso quitándole una calle a Pablo Iglesias (Posse) para concedérsela a la Virgen del Carmen, mientras sus diputados censuran que haga lo mismo el ministro del Interior o que haya funerales de Estado católicos. Más discutible resulta cuando se trata de la loable intención de borrar los homenajes a los militares rebeldes de 1936 o a los jerarcas de la dictadura, o de favorecer que las familias puedan recuperar los restos de los asesinados por la represión franquista. La iniciativa de la ley fue del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y el PP no solo la rechazó, sino que intentó desde que fue aprobada que resultase lo menos efectiva posible. Si una ley que fue criticada desde la izquierda por demasiado moderada causó una zapatiesta político mediática que solo los desmemoriados pueden no recordar, imaginemos lo que hubiera sucedido de haber intentado el gobierno socialista sacar del Valle de los Caídos los restos del general Franco. Hay quien cree que es mejor dar las medicinas en grandes dosis para atajar el mal con rapidez, da la impresión de que, al menos en este caso, hubiera sido más eficaz ese tratamiento, pero es disculpable que Zapatero se viese inclinado a la prudencia.
Lo que asombra estos días no es solo que se cuestione que un dictador sanguinario deje de ocupar el lugar central de un gran monumento público, mantenido con los impuestos de todos los ciudadanos, o que se cambien los nombres de pueblos y calles que homenajean a notorios fascistas, sino cómo argumenta su rechazo la derecha político mediática, aparentemente tan defensora de la Constitución de 1978 y la democracia.
Como era inevitable, los argumentos de quienes desean conservar los honores y reconocimientos públicos a golpistas, criminales y fascistas son torpes, rozan la extravagancia o caen en el cinismo. Torpeza sobresaliente fue la de la diputada Sánchez Camacho cuando sostuvo en las Cortes que sacar el féretro del dictador de su mausoleo suponía «romper el pacto constitucional». No podría dar mejores razones a quienes sostienes que ese pacto fue una entrega de los demócratas a la dictadura y que la democracia actual, hija suya, carece de legitimidad. Cínico puede considerarse a un diario madrileño que siempre quiso competir con El País por el público liberal, adoptando aires de defensor de una derecha moderna y democrática, cuando insistió en su editorial en la falta de oportunidad, que extendía a los cambios en el callejero. Si, después de 42 años de muerto el dictador y 39 de promulgada la Constitución, ambas cosas siguen siendo inoportunas ¿cuándo dejarán de serlo?
También se reiteró que hay cosas más importantes. Quizá sí, siempre las habrá, pero no lo parecen las corridas de toros o que una comunidad autónoma grave con un impuesto los refrescos azucarados, cuestiones que, en cambio, los mismos consideran importantísimas. No se entienda que pretendo ponerlas al mismo nivel que la promoción de los valores democráticos frente a la barbarie política y la degradación moral de la dictadura, solo quiero subrayar la inconsistencia, o la mendacidad, de los argumentos de quienes, en realidad, parecen defender que se mantenga viva su memoria y no precisamente para combatirla.
Como tantas veces, no hay mal que por bien no venga. Entre los columnistas y opinadores de costumbre, ha destacado estos días el señor Jiménez Losantos. Tal parece que con la propuesta de sacar a Franco del Valle de los Caídos le hubieran pisado un dolorido juanete o le hubiera entrado el baile de San Vito ¡Qué exaltación! No me resisto a citar literalmente su último artículo, titulado, no es broma, Las Cortes proclaman el derecho a profanar tumbas por motivos políticos: «Ni uno sólo de los 350 diputados del Congreso votó «no» a la moción para desenterrar a Franco del Valle de los Caídos. Ni uno. Aunque no había ninguna posibilidad de que la moción fuera derrotada, nadie se atrevió a desafiar al partido, nadie rompió la disciplina de voto, nadie se atrevió a expresar con su voto lo que piensan e incluso dicen en privado, nadie, ni uno solo de esos 350 representantes de la Soberanía nacional, de todos los españoles, tiene la menor objeción a desenterrar, como forma de infamarlo, un cadáver, que lleva enterrado cuarenta y dos años, que fue el jefe militar y político del bando nacional y que si media España ha temido mientras estuvo en el poder, la otra media ha adorado durante casi cuatro décadas». Es conocida su afición por la hipérbole, pero cabría recordarle que el traslado de restos de una tumba a otra no es una profanación, muchas familias lo hacen por un u otra razón. En otro anterior, el exaltado locutor y columnista clamaba que nunca más volvería a votar por Ciudadanos, a quien acusaba de «vileza», tras llamar a su líder «caníbal» en el titular. El bien, en este caso, no procede del indudable riesgo que tanta exaltación entraña para la salud del señor Jiménez Losantos, como verdadero liberal, en el buen sentido de la palabra, no le deseo ningún mal, sino de su desavenencia con Albert Rivera y su partido.
No se puede ser Macron con los votos de Le Pen. Tengo la impresión de que el cariño de la extrema derecha, como le sucedió a Rosa Díez, era más un hándicap que un activo para Ciudadanos. No creo que pueda perder muchos votos por ese lado, pero sí puede ganarlos por el centro gracias a la ruptura con algunas amistades peligrosas.
No parece que la derecha española sea capaz de librarse del fantasma de Franco, quizá la ayudase a conjurarlo acceder a sacarlo de su mausoleo. Mientras tanto, es comprensible que en muchos permanezcan dudas sobre la sinceridad de su fe democrática.
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