Hay hechos que encajan en una palabra mejor que cualquier definición. Estupor. Difícil reaccionar ante un hecho tan drástico y doloroso como la muerte de un hijo a manos de su padre. Y más cuando se tiene el convencimiento de que no era el hijo el objeto de su odio y de su saña, sino un medio para herir en lo más profundo a la madre del crío, expareja del asesino, que una vez localizado confiesa y conduce a los policías hasta el lugar en el que consumó el abominable crimen.
Pero del estupor hay que pasar a la reflexión. Y de la reflexión colectiva a la acción política para protegernos de la violencia machista. Un vidrioso debate se abre sobre las restricciones en el régimen de visitas a los padres condenados por violencia de género. No siempre van parejas, más bien casi nunca: solo al cinco por ciento de los condenados se les prohíbe ver a sus hijos. Los jueces necesitan argumentos e instrumentos para poder condenar, tanto como sensibilidad y apego a la sociedad a la que defienden. Y por eso, en estos días tan propicios para legislar en caliente, hay quien recuerda que quizás sería suficiente con que el espíritu de la ley calase en la política, en la judicatura y en la sociedad.
La ley orgánica, en su título preliminar, contempla a los hijos como víctimas de la violencia de género y dice que deben ser tenidos en cuenta como tales a la hora de establecer las medidas de protección, erradicación y castigo. Si la prohibición de ver a sus hijos es una pena que duele a un padre maltratador, tal vez sea una condena proporcionada y justa. No solo para evitar los escasísimos y extremos casos de parricidio, sino para alejar a los críos de conductas que no queremos que ellos reproduzcan.
Comentarios