Mi despertar al mundo de la política, allá por los inicios de la década de los ochenta del pasado siglo, coincidió, entre otros acontecimientos, con el apogeo de la guerra civil en el Líbano y el enfrentamiento palestino-israelí. La matanza, el 16 de septiembre de 1982, de miles de refugiados palestinos en los campos de Sabra y Chatila, llevada a cabo por las milicias falangistas cristianas libanesas, con la connivencia del ejército israelí dirigido por Ariel Arik Sharón, supuso un punto de inflexión y un aldabonazo en la conciencia de miles de adolescentes que, como yo, nos incorporábamos a la vida adulta tomando partido por todas las causas más o menos revolucionarias de aquella época. (Aún hoy día estremece la lectura de Cuatro horas en Chatila, del gran escritor francés Jean Genet, testigo directo de la masacre). A partir de entonces la lucha del pueblo palestino pasó a formar parte, junto con la lucha contra el apartheid del gobierno racista surafricano o la batalla del gobierno sandinista frente a la contra nicaragüense, del frontispicio de mis luchas personales por un mundo mejor y más justo. Lo cierto es que ya por aquel entonces, la izquierda europea y por ende la española, era inequívocamente pro-árabe. Sin embargo, no siempre fue así. Como señala el profesor de la Universidad de Londres, Colin Shindler, «en 1945, cuanto más de izquierdas era alguien, más posibilidades tenía de ser sionista. Hoy sucede justamente lo contrario». Y ello, porque, sin duda alguna, la creación del Estado de Israel es obra de la izquierda. El Partido de los Trabajadores de la Tierra de Israel (MAPAI) y su sucesor, el Partido Laborista, fueron mayoritarios en la Knésset durante casi tres décadas y proporcionaron los cuatro Primeros Ministros del nuevo Estado judío, (David Ben-Gurión, Moshe Sharet, Levi Eskhol y Golda Meir). Por otro lado, la población judío estadounidense, fundamental en la creación del Estado de Israel, formaba parte del sector más izquierdista de la sociedad norteamericana. Con su inglés trufado de términos yiddish, y habitando mayoritariamente en barrios de la ciudad de New York, como el viejo Lower East Side de Manhattan, o Brooklyn, estos cientos de miles de trabajadores y pequeños profesionales liberales (abogados, médicos, dentistas), nutrieron el Partido Comunista de los Estados Unidos, formaron parte de los gobiernos más progresistas de la historia del país, caso del neoyorkino Henry Morgenthau Jr., secretario del tesoro de F.D. Roosvelt y cerebro gris, del New Deal, y alcanzaron la alcaldía de la Gran Manzana en la década de los setenta y ochenta, con personajes como Abraham Abe Beame y el carismático Ed Koch, ocupando el ala más liberal (izquierdista) del todopoderoso Partido Demócrata del Estado de Nueva York.
Así pues, en un primer momento, la izquierda europea apoyó sin reservas la creación de Israel, mostrando su admiración por movimientos originales del nuevo estado judío como la colectivización a través de los Kibbutz, ejemplo máximo de socialización de los medios de producción y alternativa clara al capitalismo dominante. Sin embargo, a partir de la Guerra de los Seis Días (1967), la cosa cambió. La ocupación por parte del Tsahal de los territorios de Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y los Altos del Golán, junto con el trato a los palestinos y la política de asentamientos de colonos judíos en los territorios ocupados, así como el creciente auge de los partidos nacionalistas y ultraortodoxos, originó que la izquierda europea ya no viera al sionismo como un movimiento nacionalista y socializador sino como una ideología racista, colonizadora y títere de los Estados Unidos.
La postura de la izquierda española fue aún más antisionista, si cabe. Así, mientras España reanudaba relaciones diplomáticas con la mismísima Unión Soviética en una época tan temprana de la transición como el año 1977, no fue hasta el año 1986, durante el segundo gobierno socialista de Felipe González, cuando se restablecieron las plenas relaciones diplomáticas entre el Reino de España y el Estado de Israel, y ello como consecuencia de las presiones de la por entonces Comunidad Económica Europea (C.E.E.), que advirtió a países como Grecia y la propia España que la normalización de las relaciones con Israel era un requisito ineludible para su acceso de pleno derecho a las instituciones comunitarias. Pese a este tardío reconocimiento, la hostilidad de la izquierda española hacia Israel no ha hecho más que aumentar y alcanzó su punto culminante durante la segunda intifada, cuando Zapatero se fotografió con una keffiya palestina, mientras el portavoz del partido socialista, el todopoderoso José Blanco, acusaba al Gobierno israelí de buscar intencionadamente objetivos civiles, lo que significaba, ni más ni menos, imputar al gobierno israelí la comisión de crímenes de guerra. Todo ello, dicho sea de paso, mientras se mantenían las mejores relaciones con los sátrapas del Golfo Pérsico, cuyos gobiernos no tienen empacho alguno en colgar homosexuales de las grúas ni en lapidar públicamente a mujeres adúlteras. Asimismo, actuaciones bien recientes, como el boicot al Estado de Israel aprobado por el pleno del Ayuntamiento de Gijón, con el voto unánime de los tres partidos de izquierdas de la corporación, no han hecho más que ahondar en la, para mí, incomprensible hostilidad de la izquierda democrática hacia el único Estado de la zona que respeta la protección social, la pluralidad política o las distintas libertades públicas, entre ellas, la religiosa o la sexual. Basta una simple mirada a los Estados limítrofes, para mostrarnos que los mismos no aguantan una comparación de los mínimos estándares democráticos y de respeto a los derechos humanos con el pequeño Estado nacido en el año 1948. Así, Israel se encuentra rodeado por países como el Líbano, que se recupera a duras penas de una guerra fratricida y en el que la milicia chiita y proiraní de Hezbolá juega un papel preponderante; Egipto, donde transcurridos seis años desde la llamada primavera árabe la población vuelve a estar bajo una dictadura militar, con el general Al Sisi a la cabeza; Siria, un estado fallido, inmerso en una guerra civil que ya va por más de 300.000 muertos y millones de desplazados. Y por último, Jordania, un país títere, con una dinastía, la Hachemita, a sueldo de la C.I.A. desde la fundación de la antigua Transjordania y cuyo ejército, bajo las órdenes del rey Hussein, causó la mayor matanza de palestinos de la historia, durante aquel septiembre negro de 1970. Sobran los comentarios,
Ciertamente, la izquierda tiene razones para criticar a Israel, fundamentalmente en todo lo relacionado con su política de nuevos asentamientos. Pero una cosa es la exigencia lógica del cumplimiento de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en la materia y otra bien distinta llevar a cabo burdos gestos e innecesarias actuaciones que caen en el antisemitismo más primario. Aún estamos a tiempo, pues, de enmendar este histórico error. Pongámonos a ello.
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