Es insolvente toda propuesta de redención de la naturaleza humana. Esta es la premisa con la que debes de partir ahora que has entrado, mi muy querida R, en el año en que la Autoridad fija como inicio de la edad adulta, o sea que ya estás lista para ingresar en las prisiones, en los manicomios que ya no se llaman manicomios pero que son manicomios, en la coerción a palabras y actos que supongan ensanchar el habitáculo que la Modernidad dicta correctos y, en fin, en el inicio de la edad en la que el Mercado será en adelante quien haga todo lo que está en su manos, y es ya casi todo, para adocenarte y conducirte por el salvífico camino de la gloriosa materialidad, sustituto de aquel otro que obligaba a vivir unos cuantos años de escarnio con el señuelo de una eternidad paradisíaca. Es un cambio, no obstante, muy simple, en línea con El gatopardo de Lampedusa: un cambio para que nada cambie.
Pase todavía, R, que una adaptación al nicho in-mundo al que tus padres te hemos arrojado sea imperiosa, pero que esa adaptación implique cercenar el tallo más noble de la ética, que es no hacer daño a otro sin que medie acción de daño indubitado de ese otro hacia ti, supondrá tu perfecta integración en las cloacas de la Modernidad. Lo hago llegar a tu conciencia de otro modo: no te mires en el espejo de las cosas, contradice a Nietzsche, y así no verás belleza donde no la hay, en esas cosas mentirosas, amañadas para que seas víctima del deseo, víctima finalmente de ti misma. No hablo de que te prohíbas el deseo; hablo de que esquives el deseo inducido por la novedad de las mercancías de la era de la positividad imposible, en la que todo enunciado salido del Planeta Fábrica es positivo, porque bien distinto es el valor real de algo y el valor que cada uno le da según su deseo teledirigido. Un ejemplo de actualidad de esto, que te ayudará a comprender, es la separación de Paula Echevarría y David Bustamante, que lleva días y días siendo noticia en los medios no mucho menos destacada que los horrores sirios, y de la que hasta este diario, decente y libertario, no ha podido substraerse. (No estoy muy seguro de que los jueces que condenaron a la tuitera de Carrero Blanco no se pongan a rebuscar en el Código Penal parido con gozo por Ruiz-Gallardón para echarme el aguante, de enterarse, por emplear el término «libertario»).
No hay otra opción que decir, hija amada, que la expedición que acabas de iniciar tendrá una misión principalísima, acercar el yo que te constituye como singular al otro yo, al que se presenta no solo ante los demás sino también ante uno mismo, cuan empeño terco para no saberse lo estúpido que se puede llegar a ser para obtener el plácet de los demás para ser como los demás, generalmente sometidos por la catalepsia del presente eterno, criaturas de papel escenificando la simplicidad como un acto de fe que se enrolla al cuello para impedir que fluya la sangre que implicaría despojarse de ese tragicómico papel, entreverado además de agónica ilusión, y que si regurgitaran su mismidad, se desvelarían indecentes. Es hasta ridículamente ocioso tener que recordar que no se puede buscar lo que no se sabe porque ni siquiera el individuo-colectivo sabe lo que tiene que buscar. Pero para aquellos que han sido invitados alguna vez a buscar lo que tienen que buscar, como ha sido tu caso, preciada R, resultaría excesivamente frustrante y doloroso que cejaran en el empeño de emparentar los dos yos.
Solo un último apunte, una última línea en el mapa que deberías seguir, hija: de los siete pecados capitales recogidos por el cristianismo, hay uno al que tienes que tener vigilado en todo momento, pues es el hacedor último de los otros seis, en los que sí debes caer, aunque evitando el exceso; me refiero al pecado de la vanidad, que recibe los nombres de «orgullo» o «soberbia» en los textos antiguos. Porque acerca de ella basta con echar un vistazo a su mentor lingüístico, «vano», y sobre lo vano, que es lo vacío, solo cabe erigir una egolatría que no por hueca es menos monstruosa, que no por banal subjetividad deja de ser el azote de los hombres.
PD.: A propósito de lo antedicho, me viene ahora a la memoria, niña mía, una idea expuesta por Proust en su aplastante obra En busca del tiempo perdido, que he apuntado. Busco los cuadernos de notas y la encuentro bajo el rótulo del séptimo y último libro, El tiempo recobrado, y te la transcribo: «Y tener un cuerpo es la gran amenaza para el espíritu, la vida humana y pensante, de la que debemos decir no precisamente que es un milagroso perfeccionamiento de la vida animal y física, sino más bien que es una imperfección, todavía tan rudimentaria como la existencia común de los protozoarios en políperos, como el cuerpo de la ballena, etc., en la organización de la vida espiritual. El cuerpo encierra al espíritu en una fortaleza; pronto la fortaleza queda sitiada por todas partes y el espíritu, al fin, tiene que rendirse».
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