En la política, como en la vida, conviene no sobreactuar. Alguno dirá que la sobreactuación es consustancial al oficio, por aquello de que la política es «puro teatro», pero lo cierto es que ninguno de los políticos y gobernantes a los que he llegado a admirar de verdad, ha sido o es un histrión. De Churchill a Mandela, pasando por Azaña y terminando en Obama, todos ellos tenían un sentido del decoro, derivado de su responsabilidad de gobernar y de representar a sus compatriotas. Por el contrario, en manos de algunos personajes que pululan por nuestra Cámara Baja, la causa de los más desfavorecidos, que ellos dicen defender, corre un serio riesgo de desprestigiarse como consecuencia de su histrionismo desaforado, su desvergonzada apología del delito y su continua actuación de cara a la galería, con una más que probada falta del sentido del ridículo. A decir verdad, la tan cacareada «nueva política» no puede consistir en «armar la marimorena» en el Parlamento, gritando consignas vacías con la «kufiyya» palestina al cuello. Y alguien le tendría que decir a todos esos pipiolos de la política que ser «gente» es algo más que ir con la camisa remangada (peor aún cuando se ponen smoking o americana), sentarse en el suelo a la hora de dar ruedas de prensa o pasarse horas y horas en sus escaños lanzando cientos de tuits de forma compulsiva mientras otros parlamentarios ocupan la tribuna de oradores.
En estos procelosos tiempos, de pocas certezas y muchas incertidumbres, precisamos de políticos inteligentes y sensatos, capaces de hacer propuestas serias y viables sin necesidad de «requisar» alimentos en los centros comerciales para repartir entre los pobres, «ocupar» fincas ajenas y agredir a los compañeros de corporación municipal que militen en otros partidos. En este sentido, nada más instructivo que ver a un alcalde, antaño pacifista y antisistema de postín, defender públicamente y sin sonrojo aparente la construcción, en los astilleros públicos de su ciudad, de buques de guerra con destino a una «democracia» tan consolidada como es Arabia Saudí, invocando como justificación una tasa de paro del 40% entre sus convecinos. Bienvenido a la «realpolitik», camarada.
Y todos aquellos que nos decimos y sentimos de izquierdas, (no «transversales»), debemos aclarar a estos nuevos visionarios y paladines de la causa que nuestro modelo no puede, ni debe ser el comandante Chaves, Maduro o Perón; ni tampoco el Papa Francisco, por mucho que sea éste el último gran descubrimiento de algunos de ellos. Por el contrario, yo, parafraseando al gran Serrat, «puestos a escoger» prefiero a Oscar Lafontaine, Olof Palme, Vaclav Havel o si me apuran, a Martin Schulz. Y ello, porque resulta ya muy manido, y si me permiten muy, muy cansino, ese reiterado empeño de algunos en desprestigiar y denigrar a la política cuando llevan toda la vida viviendo de ella. Y termino con un aviso a navegantes: sí, estimado lector, eso también es populismo.
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