El pasado 20 de marzo se cumplieron 46 años del llamado «caso padilla». La detención, el 20 de marzo de 1971, del laureado poeta cubano Heberto Padilla y su esposa Belkis Cuza Malé, acusados ambos de «actividades subversivas» por los servicios de seguridad castristas, supuso el fin de la «luna de miel» y la definitiva ruptura de buena parte de la intelectualidad progresista de la época con la, hasta entonces, intocable revolución cubana. Desde Octavio Paz a Mario Vargas Llosa, pasando por Jean Paul Sartre, Marguerite Duras, Pier Paolo Pasolini o Jaime Gil de Biedma, una larga lista de escritores, pensadores e intelectuales (hasta un total de 62) firmaban un manifiesto en el que pedían explicaciones al gobierno de La Habana y denunciaban sus métodos estalinistas.
Ciertamente, partiendo de los fabianos de finales del siglo XIX, con Sidney Webb y Beatrice Potter a la cabeza y terminando, en la actualidad, con la práctica totalidad del núcleo fundador de Podemos, existe toda una corriente de intelectuales, generalmente de clase acomodada, que han llegado a la política de izquierdas a través de la universidad, (sea ésta la Universidad de Oxford o el campus de Somosaguas de la Complutense). Efectivamente, es en las aulas y en los claustros universitarios donde llegan a la conclusión de la injusticia del sistema y son estas ideas las que transforman su forma de entender la vida. A partir de entonces, se convierten en los más furibundos defensores de la clase obrera y de todas las revoluciones habidas y por haber, siempre que las mismas se desarrollen lo más lejos posible de su zona de confort. Lo cierto es que este grupo de intelectuales, aunque se preocupan por el pueblo, no «sienten» como él. Para una persona que siempre ha gozado de una vida más o menos acomodada es difícil «captar» cual es el verdadero sentido de las aspiraciones de una inmensa mayoría de las personas pobres y de clase trabajadora. Las personas así, lo que realmente pretenden es salir adelante, trabajar duro y ascender en la escala social, mantener a su familia y conseguir que a sus hijos les vaya mejor que a ellos. El mayor deseo de mi padre, obrero metalúrgico, era que yo obtuviera un título universitario, para poder optar así a una vida mucho mejor que la suya. Esto es algo que esos intelectuales, metidos a políticos, son incapaces de entender. Ellos quieren homenajear, mitificar a la «clase obrera», no convertirla en clase media. Por ello, la ausencia de expectativas realmente revolucionarias en el viejo continente, junto con la innegable mejora, a pesar de la crisis, de las condiciones de vida de las clases trabajadoras en Europa, ha obligado a estos «revolucionarios de salón» a practicar lo que el añorado Vázquez Montalbán denominaba «turismo revolucionario», llevando a cabo «tournées» por los distintos paraísos «bolivarianos» para asesorar a sus gobernantes, previo paso por caja, de cómo llevar a cabo la revolución pendiente. Todo ello sabiendo, eso sí, que una vez finalizado su periplo por el tercer mundo les espera, a la vuelta, su cátedra universitaria o su cómodo asiento en el edificio de la Carrera de San Jerónimo desde donde podrán seguir manifestándose en contra de la liberación de los presos políticos en esos países, tachándolos de golpistas y «contrarrevolucionarios». Por ello, somos cada vez más los que, desde una inequívoca posición de izquierdas, nos empeñamos en desenmascarar a todos estos intelectuales del norte que defienden las revoluciones en el sur, siempre que no afecten a su vida cotidiana, ni a sus proyectos personales. Seguiremos en ello.
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