Pasó el vendaval hebreo por Gijón y, además, para gozo de muchos, España goleó a su rival. Hubo manifestación, no muy numerosa pero importante, contra Israel. Se vieron muchos pañuelos fedayines, blanquinegros y rojinegros, aunque en Palestina hoy son mucho más visibles los verdes. Evidentemente, nadie de buena entraña puede defender todo lo que pasa en esa Tierra Santa que tuvo la mala suerte de contar con un dios que prometió la misma tierra a varios pueblos diferentes. ¿Por qué las «buenas gentes» se alzan contra Israel y sólo contra Israel? Con los argumentos de la defensa de los derechos humanos o de los derechos nacionales podríamos alzar nuestra voz contra muchos estados, empezando por Estados Unidos, China y Rusia, y pasando por Arabia Saudita, Guinea, Birmania o Filipinas. Pero tal parece que golpear a Israel es la práctica más barata para quien está disconforme con el mundo actual, cosa muy lógica viendo como es este mundo nuestro, pero que no le es tan fácil golpear a las grandes potencias. En Asturias conocemos bien el asunto. Lo más fácil es humillar y machacar aquí lo que no pueden hacer en Cataluña o en el País Vasco: la lengua, las tradiciones, las señas de identidad. Matan al vicario porque no pueden matar al señor.
Y si de deporte hablamos, hemos visto en los campos de fútbol, en los circuitos automovilísticos, en las canchas de tenis y, fuera del deporte, hasta en las ferias de turismo y de gastronomía, la presencia de países con regímenes muy poco presentables. Es más, equipos de fútbol de la Primera División llevan en sus indumentarias publicidad de países donde no hay elecciones libres, las mujeres no tienen libertad, las adúlteras son lapidadas, los homosexuales son ahorcados… Incluso algunos reputados demócratas contrarios a Israel no tienen ninguna contradicción cuando colaboran con Irán. Y no hay manifestaciones en los campos de fútbol contra el Madrid o el Barcelona, franquicias de gobiernos impresentables, o contra otros, aunque estos sean los más emblemáticos.
Hay una docena de países que merecerían nuestra repulsa. Tal vez también Israel la merezca pero, ¿por qué sólo Israel? Y, a mayores, quizás Israel lo merezca mucho menos. Estos días, sin ir más lejos, hemos visto en las redes sociales el dramático espectáculo de unos soldados israelíes martirizando a un niño palestino. ¿Y por qué lo sabemos?, porque lo ha hecho público una ONG israelí que es legal y sigue siendo legal. Lo mismo que sabemos que hay diputados árabes en el parlamento de Tel Aviv, mientras que en todo el Cercano Oriente los parlamentos no pueden tan siquiera recibir ese nombre. Como también sabemos que hay soldados israelíes presos por crímenes de guerra, otro asunto exótico en la región.
No se trata de defender al estado israelí, ni mucho menos, pero la historieta de buenos y malos que a algunos les dejó la guerra fría parece que toca a su fin. Los convocantes de Gijón contra Israel se dicen defensores de la «causa árabe». En fín, ahí si hay un punto étnico y racial digno de ser estudiado. ¿Qué es eso de la «causa árabe»? ¿Es la causa de Faisal y Lawrence, la de Al-Qada, la del rey de Marruecos, la de Assad…? La causa… Es muy religioso el término. De «los cruzados de la causa» hablaba Valle-Inclán, auror, no por nada, padre de las astracanadas. Además estamos ante un concepto que llama a equívocos. Suponer árabes a los rifeños, a gran parte de los saharauis, a los turcomanos, a una parte de los palestinos, no digamos a los persas… Los árabes, en la mayor parte de los países que llamamos «árabes», son la minoría dominante, como lo era en Al-Andalus, donde una etnia regía los destinos de cientos de miles de hispanorromanos. ¿Dónde queda la «causa árabe»?
Decía en la radio el portavoz de los de la causa árabe que no eran antisemitas. Evidentemente, ¿cómo van a ser antisemitas si los árabes son semitas? También decía que lo suyo era antisionismo y que tenía muchos amigos judíos. Es el viejo discurso: no, si yo tengo muchos amigos negros; no, si yo tengo muchos amigos homosexuales; no, si yo tengo muchos amigos musulmanes… Lo de siempre, precisamente el discurso que denuncian ?denunciamos- los que no se chupan el dedo frente al antisemitismo, el racismo y la homofobia, porque, como es bien conocido, es el latiguillo del discurso propio de antisemitas, racistas y homófobos. El antisionismo es la coartada del antijudaismo de siempre, el que practicaron los fascistas y los comunistas de los años treinta. Hay una escena muy llamativa en la película de «La lista de Schindler»: cuando un soldado del ejército rojo llega al campo de concentración y los judíos salen a recibirlo, les dice desde el caballo, «no sé a dónde podrán ir porque los que vienen detrás tampoco tienen simpatía por ustedes».
Hay en la izquierda un poso antijudío importante, fruto de que gran parte de la ideología izquierdista bebe de un cristianismo rigorista practicante de una idealista aporofilia entre cuyos principios estaba la imagen del judío usurero que vivía del sudor de los demás y, por tanto, origen del capitalismo y del poder de las finanzas. En esa filosofía se inscribe la mayor parte de los marxistas, pero también utópicos como Saint-Simon e incluso anarquistas como Bakunin. Evidentemente, no cayeron en ese lodazal los grandes de cada corriente, como Marx o Kropotkin. Tras el genocidio de los años cuarenta todo pareció calmarse y, de hecho, la formación del estado de Israel fue posible por los votos de todos los países comunistas. Pero, cuando la guerra fría, la idea del judío como agente del capitalismo y la traslación del discurso sobre Austwich a Palestina, de gran calado freudiano, se consolidó.
Con motivo del partido España-Israel hubo enorme revuelo en las redes sociales. Pudimos ver, por ejemplo, como un preclaro dirigente de la izquierda asturiana, Jesús Iglesias, decía que alguien tendría que explicar el porqué de la presencia del Mossad en Gijón con motivo del encuentro. Yo no sé si el Mossad andaba por allí y supongo que sus agentes no llevan su identificación en el sombrero. Pero, si así fuera, que lo será posiblemente, yo planteo otro asunto. Si yo fuera un futbolista que tiene que jugar en una ciudad que me da lo mismo que otra, me es indiferente Gijón o Albacete, pero cuyo ayuntamiento se declaró oficialmente enemigo de mi país, con una manifestación convocada contra la presencia de mi equipo y con varias redes sociales clamando contra mí y mis compañeros, agradecería mucho que mi gobierno enviara agentes para ayudar a mi protección.
Supongo que, como decía el otro día Holm Detlev Köhler, de la Universidad de Oviedo, la izquierda antisemita gijonesa exija que el grupo Tesla, importante firma automovilística, renuncie a incrementar sus inversiones y deje de crear puestos de trabajo, puesto que depende de componentes fabricados por Mobileye, una empresa israelí que es líder en energías renovables y electromovilidad y que tiene una de las patentes que permite trabajar a esa empresa instalada en Asturias.
En fín, que ya pasó el vendaval hebreo. Queda sobre Gijón el aire antisemita de los años treinta. La ciudad en la que nací, abierta y acogedora, liberal y anarquista, marinera y proletaria, masónica y librepensadora, hoy es conocida en todo el mundo por ser la primer ciudad «judenfrei» desde el final de la segunda guerra mundial. Los líderes de la villa playa unen sus nombres a los de otros grandes europeos de la pureza ideológica.
En cambio, los aficionados que fueron al Molinón aplaudieron tras los acordes del himno israelí y manifestaron respeto y aprecio por quienes portaban la bandera con el sello de Salomón o estrella de David. No creo que fueran todos una pandilla de genocidas y, conforme a la distribución estadística normal, serían votantes de los cinco partidos con escaño en la Plaza Mayor. Eso sí, España (una selección monoétnica) ganó por 4 a 1 a Israel (una selección pluriétnica). Sólo faltaba que los expulsados de 1492 vinieran a Gijón a, nunca mejor dicho, joder la marrana.
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