Episodio 5. Mi mujer de viaje - mi hijo y yo solos - aventuras

Fran Gayo
Fran Gayo VISIONARIOS Y BABAYOS

OPINIÓN

19 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Así que mi hijo, con voz amarmotada, como hablando aún entre sueños me dice:

-Pongamos algo lindo para despertarnos.

Y pone un disco de Sly & Robbie.

Son las 7.15 de la mañana. Me gustaría contarles ahora que el sonido de los graves hizo en ese momento temblar las paredes del departamento, pero no sería cierto, la verdad es que desde un corte de luz reciente, no sabría decir cuál de todos los que hemos tenido, mi subwoofer cruje como un ataúd con solera.

También por uno de esos cortes nos quedamos sin vitrocerámica.

Lunes, 6 de marzo de 2017, salimos de casa dispuestos a encarar el primer día en que mi hijo cursa primer grado. Por la tarde se reanudan las clases de natación.  

En efecto, Gayo Jr y Gayo Sr comiéndose el mundo con palillos chinos.

Mi hijo con cinco años nada ya bastante mejor que yo, que parezco un pato manco en un estanque con marejada. Lo estoy viendo ahora mismo. Una tribu de padres emocionados registran el momento de este primer día de pileta, sacan fotos, acumulan en sus móviles megas y megas de imagen en movimiento. Mientras, yo escribo esto que leen ahora mismo, estoy sentado en un jardín al fondo del gimnasio, hay una cristalera por la que veo la piscina, los mosquitos se ceban con mis piernas, saben que el fin del verano anda cerca y se les acaba el chollo. Indoors, mi hijo se escapa del monitor una y otra vez nadando en perrito, el monitor es un atleta como de 25 años, muy simpático y paciente. Yo escribo y me abofeteo las piernas abrasadas de picaduras. Mis piernas desde hace semanas son un niño contrahecho que alguien encerró en un sótano del siglo XIX.

El trayecto que hacemos cada día al colegio pasa por avenida Rivadavia, sabemos que eso implica un estruendo monumental de tráfico que no va a permitirnos mantener una conversación, es imposible en medio de esa jauría escuchar lo que te dice alguien que habla 60 centímetros por debajo del nivel de tus oídos, así que acordamos QUE entre Ayacucho y Rivadavia Y Junín y Rivadavia nos comunicaremos por señales nada más, gesticulamos sin sentido, nos reímos, luego doblamos a la altura del café de Los Angelitos y volvemos a hablar, generalmente yo le explico que no podemos seguir llegando tarde al colegio.

A la vuelta es diferente, mediodía ya, la congestión de tráfico es menor, modificamos el trayecto y en un bar compartimos una milanesa de ternera con papas. Dos mesas más allá una pareja almuerza con su hija, una nena de pelo rizado con los ojos de distinto tamaño. Mi hijo no deja de observarla. Ella se acerca a donde estamos, supongo que llamada por la presencia de alguien de su edad. Los padres la reprenden con dureza y la pequeña vuelve llorando con ellos.

En el televisor anuncian que la asistencia a la marcha convocada hoy por los sindicatos ha sido mayoritaria, en unos minutos tendrá lugar entre Diagonal Sur y Moreno la lectura de un comunicado aunque, dicen, no deja de sumarse gente al recorrido. Cuando salimos del bar la nena sigue gimoteando y frente a nosotros pasan tres autocares llenos de gente con tambores y pancartas.

Este es mi reloj biológico, a ver si les suena: hace cinco años, un poquito más, empecé a hacer un cálculo siniestro, imaginaba (imagino aún) a qué edad me tocaría salir de este mundo con las piernas por delante, y de ahí extraía la edad de mi hijo en fecha tan señalada. Es decir, si digo chau con 70 años él tendrá 29, si es con 65 él tendrá 24. Y todo así…

Salgo a comprar. Nuevamente Rivadavia, que lleva cinco años y pico siendo la arteria principal de mis días, con su ruido, su suciedad, sus veredas descalabradas. La avenida está cortada hoy, es 8 de marzo, hay una seguidilla de autocares de los que desciende gente que ha venido a la marcha por el Día Internacional de la Mujer. En las cajas del Carrefour comentan con sorna sobre la marcha y las pintas de las asistentes, que despliegan las pancartas sobre el asfalto. Luego voy a la farmacia, pido algo para el resfriado, me soplan 120 pesos. Son otra gente, pero comentan también con sorna sobre la marcha y las pintas de las asistentes.

Anoche la tormenta se anunciaba como un perro oscuro y colosal que ruge entre sueños, en la distancia. Durante una hora todo fue una sucesión de relámpagos y un gruñido perezoso que parecía emerger de una pesadilla. Cuando ya parecía que el cielo no iba a romper, de repente el perro se incorpora, crece ante nuestros ojos, muerde por entre babas y el diluvio sacude a la ciudad. Rescato una linterna y varias velas para adelantarme al corte de luz. Me asomo al cuarto de mi hijo. Duerme sobre las mantas, se ha dejado los calcetines puestos, no deja de toser y aún así su cara pasa de las contracciones cuando tose a la placidez más absoluta.

En el trayecto a casa, qué importa el día exacto o la hora. Un pichón de paloma se descuelga de un balcón y cae en el medio de la calle, lo recojo antes de que un vehículo le pase por encima (es como tomar en tus manos un fruto suave, caliente y que tiembla). Lo poso en la vereda, al lado de una farola descascarillada. Mi hijo me pregunta si sus padres lo van a encontrar ahí, le digo que seguro. Nos vamos, mi hijo no deja de mirar atrás, el pichón picotea del suelo algo que parecería la corteza de un pan pero también podría ser óxido desprendido de la farola.

¿Les digo otra cosa que me da miedo, más allá del reloj que antes mencionaba? La simple posibilidad de que un día mi hijo me mire y me pregunte para qué todo esto.  Espero de verdad que nunca nunca quiera pedirme explicaciones, o al menos no de momento, simplemente no sabría qué decirle, a veces siento que cuando juego con él, cuando bromeo, cuando discutimos y nos peleamos, cuando leemos un Asterix por la noche, todo desde mi lado funciona como los gestos de un mimo simulando tocar una pared que no existe o abrir una puerta imaginaria. Y si de verdad él escondiese en algún lugar de sus bolsillos diminutos, de esos bolsillos donde apenas cabe un puñado de arena, un clínex o un dibujo doblado en mil pedazos, si (digo) en uno de esos bolsillos llegase a esconder una pregunta más definitiva del tipo «¿Y todo este pancho para qué?» simplemente no sabría qué responder, como a cualquier pregunta decisiva no sabría qué responder.