Episodio 4. Años de leña - la justicia por su mano - leyendas negras del Llano - Diana en la calle Aragón
OPINIÓN
No tengo conclusiones sobre lo que hoy les voy a contar.
Esto fue hace tres días.
Al bajarme del subte en Carlos Pellegrini un tipo como de 60 le planta a otro su misma quinta una hostia a mano abierta, luego empieza a darle puñetazos en el pecho acusándolo de haberle robado el móvil. Dos personas se suman al conflicto, un grandote de gimnasio, que no llega a los 30, y un bajito seriote; entre los tres inmovilizan contra la pared al presunto ladrón mientras le registran la mochila y gritan que la policía está en camino. Los dos jóvenes, el petiso y el gimnasta, son malos actores, así que inmediatamente me pego a una columna y vigilo a mi alrededor, claramente es todo un sainete para despistar a quienes estamos en el andén mientras alguien, un quinto socio, se dedica a meterle mano a mochilas, bolsillos, carteras... nadie interviene en el forcejeo entre los cuatro pintas, nadie se alarma, hay quien incluso sonríe, es obvio que los presentes intuyen, intuimos, que todo este ruido no llega ni a montaje, pero no dejamos de mirar embelesados, cualquier expresión de violencia aún en forma de guiñol de cuarta y mal remendado resulta inevitablemente hipnótica.
Hace como tres años. Un tipo le roba el bolso a una señora cerca de donde yo vivo, como en Ayacucho y Rivadavia, a punta de cuchillo, luego corre en dirección a Corrientes y al pasar frente a mi edificio un vecino surge de la nada y de una trompada lo pone a levitar en horizontal. Varias personas salen de portales y comercios cercanos y empiezan a patear al atracador. Desde la ventana de mi casa veo que no llega a los 20 años, es posible que sea menor, y ha perdido las zapatillas por la golpiza. Un entusiasta, que animado por la fiesta ha dejado su coche en doble fila, le apunta al chaval en la cara con la linterna del móvil. El resto, unos cinco, lo sujetan a la espera de que la policía llegue.
Si no me falla la memoria la última vez que me metí en una pelea yo debería tener 15 años, así que mi experiencia en este terreno es nula prácticamente. Es un idioma que no hablo, que nunca quise o logré aprender y con el que estos años en Buenos Aires me ha vuelto a familiarizar. El resultado es el mismo, extrañeza, desconcierto, incomprensión absoluta.
Existe un canal de youtube especializado en defensa personal, donde un tal Iñaki muestra cómo dar un puñetazo en el ojo. El secreto, explica, está en que el golpe no sea frontal si no cruzado, es decir, puño derecho al ojo derecho, porque en ese caso el daño causado por el nudillo en el globo ocular es mucho mayor.
En 1983 mis padres, mi hermano y yo nos mudamos de barrio, nada, apenas un paseo de 15 minutos a pie, pero suponía dejar el Llano de Arriba y su sordidez bajo control (al menos para quienes vivíamos allí) y moverse a Schultz y Baleares. A las dos semanas de la mudanza un chaval mayor que yo me detiene por la calle, me registra y se empecina con una chapa que llevo prendida en la camiseta, me dice que la quiere, le contesto que no, me suelta un cabezazo en la cara sin dudar un instante, me saca la chapa y se va.
Dos años después circuló en la calle el rumor de que el Moro y su mujer andaban a los golpes cuando los dos volvían tarde a casa, después de cerrar el bar que regentaban. Una noche tres tipos entraron al local y le dieron una paliza a el Moro, que estaba solo. Mi padre y un vecino bajaron a intentar que la cosa no se fuese de mambo cuando vieron una silla salir volando por la puerta del local y estrellarse contra un coche. Mi padre era menudo, más que yo, y también era una de las personas más afables que he conocido jamás. Hasta donde yo recuerdo, media hora después el conflicto se había terminado, el Moro (que era de León, creo recordar, desconozco de dónde venía el apodo) tuvo la cara marcada varias semanas, a su mujer no la vimos nunca más. Mi padre tampoco nos contó lo que sucedió allí adentro.
Podría ser también la historia del viejo alcohólico apaleado en una pizzería de Balvanera por dos muchachos del delivery, que no dudaron en estamparle sus cascos en la cara para mantener la tranquilidad en el interior del local. O cualquiera de los relatos (reales o ficticios) en torno a los Josele, reinando como pocos durante los 80 y parte de los 90 entre las leyendas negras de el Llano. Ejemplo: cuando le partieron la nariz a un chaval que paseaba por el parque de la Escolona con su hijo de apenas un año. Ejemplo: cuando (me contaron) uno de ellos recibió una cuchillada mortal en el cuello asestada por el dueño de unos coches de choque.
Dos tipos se revientan la boca mutuamente por una plaza de aparcamiento frente a la playa. Un cirujano se toma un receso de diez minutos para el café y acaba emprendiéndola a patadas con dos rateros que intentan sisarle la cartera.
Y años atrás, la maestra que le parte una regla en la cabeza a un crío de seis años, el profesor que se quita el reloj antes de cruzarte la cara a izquierda y derecha.
Todo esto que vuelvo a detectar desde que vivo lejos, todo esto me lleva atrás, a los años cuando la leña era tan cotidiana que no la veías venir y la olvidabas en cuanto había pasado, se promovía entre las familias el control de los contenidos violentos en cine, televisión, tebeos... pero más allá de ese paripé todo cuanto teníamos a nuestro alrededor, poniéndonos cerco, nos adoctrinaba en el odio, el rencor, la envidia, la mentira, el castigo y la reprimenda, la delación premiada. Y cuando duermes con esos dientes bajo tu almohada no hace falta invocar a la violencia, basta con sentarse y esperar a que llegue.
Esto fue a mis nueve años, creo. O diez, no sé. Diana era una nena fea, de pelo negro y reluciente por la grasa, Diana huele mal. Sus pinturas y lápices mordidos siempre, raquíticos y sucios. Va sola al colegio, nadie la espera a la salida. Diana dibuja vampiros, sus cuadernos Rubio están emborronados de pinturazos carmesí y seres de colmillos afilados, lo que saca de quicio a nuestra maestra que se harta de llamar a la abuela de Diana, una viuda triste que de vez en cuando aparece por el despacho del director. Diana asegura venir de una estirpe de vampiros transilvanos, y nosotros nos burlamos de ella, por ser fea, por su pelo, su olor, su abuela y lo que haga falta, simulamos arcadas cuando pasa a nuestro lado. Un día, a la salida de clase, Diana trata de caminar junto al grupo en el que yo voy, y nosotros la evitamos con empujones y zancadillas. Todo termina con Diana estrellada de morros en el suelo. Nos quedamos observándola, está quieta, con la cara pegada al piso de gravilla, luego alza la cabeza, tiene la boca llena de sangre y empieza a gruñirnos, nos muestra sus colmillos, que son exageradamente grandes y afilados, se levanta y empieza a perseguirnos, sin dejar de hacer ese ruido que al salir le araña las paredes de la garganta. Todos escapamos corriendo, dando gritos de pánico, nos dividimos como podemos por los jardines que rodean al colegio, sin estrategia alguna, sólo intentamos dejarla atrás. Desde las ventanas los vecinos miran el espectáculo y sonríen, nos señalan, algunos están recién duchados, acaban de volver del trabajo. Algunos fuman.
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