Se llamaba Francisco Ortiz Torres, había nacido en Santisteban del Puerto, provincia de Jaén, en 1919 y cruzó la frontera en febrero de 1939, a la edad de veinte años. Como tantos otros, se vio forzado a abandonar España cuando la caída de Barcelona en manos franquistas se convirtió en el prolegómeno de una derrota inminente. Las imágenes de aquel éxodo aún estremecen, como estremece recorrer hoy en día los mismos caminos por los que transitaron aquellas familias siguiendo la orilla sinuosa del Mediterráneo, en busca de un porvenir que solo podía depararles miseria e incertidumbre. Le encerraron en uno de los campos de concentración del sur de Francia, espacios de confinamiento cuyos nombres ?Argelès-sur-mer, Barcarès, Saint-Cyprien, Rivesaltes? conservan el significado de ignominia que adquirieron entonces, cuando las playas se llenaron de alambradas entre las que malvivieron hasta medio millón de refugiados: hombres, mujeres y niños obligados a purgar con el exilio el pecado de haberse adscrito al bando perdedor y, por lo tanto, equivocado. Eran recintos inmensos e insalubres, en los que solo encontraba acomodo la tristeza y, que fueron definidos por el fotógrafo Robert Capa, como «un infierno sobre la arena». Francisco Ortiz Torres permaneció en ellos hasta que las tropas del III Reich invadieron Francia y él decidió alistarse en el ejército galo para combatir a los nazis.
No era su guerra, pero podía ser su victoria. Igual que la inmensa mayoría de sus correligionarios, Ortiz creyó que sólo un triunfo de los aliados en la II Guerra Mundial podía derrocar al general Franco en España. Una vez sofocados los delirios megalómanos de Hitler y Mussolini, era lógico que las potencias democráticas fueran al asalto de Madrid para terminar con el último dictador de corte fascista que quedaría anclado en el continente. Pensó que entonces, con la legitimidad republicana restaurada, el país que había dejado atrás volvería a ser el suyo. Por eso empuñó el fusil en tierras galas con la misma convicción con que lo había empuñado un año atrás en su propia patria. Tuvo mala suerte y le apresaron. Junto a otros españoles, fue recluido en el campo de concentración de Mauthausen, en Austria. Con mucha paciencia, no poca audacia y bastante miedo, se afanó junto a otros compañeros en la confección de una bandera tricolor que elaboraron con los forros de los uniformes que quedaban a su alcance, en la lavandería, y en cuyo frontal pergeñaron la inscripción «República Española». En ella dejaron su firma algunos de los prisioneros que compartieron su infortunio. La mantenían escondida para evitar que la descubrieran sus captores, y en las horas de terrible soledad que poblaban las noches de aquel presidio se consolaban contemplándola, como si en vez de un jirón de tela fuese un espejo en el que escudriñar los reflejos de su tierra. Francisco Ortiz Torres y otro español apellidado Sardaña fueron los últimos españoles que abandonaron Mauthausen tras su liberación, el 20 de mayo de 1945. Tardaron en salir porque, días antes de la clausura del campo, unos guardias de las SS les habían dado una paliza que reventó algunos de sus órganos vitales. Se instaló en Champigny, a las afueras de París, y comenzó a trabajar como carpintero ebanista. En 1998 se acabó mudando al Rosellón, verdadera capital del éxodo republicano español, donde falleció el 4 de julio de 2013
Hace unos días conocí a su único hijo. Se llama Juan Francisco y durante treinta años dio clases de guitarra en el conservatorio de Perpignan. Ahora, ya jubilado, viaja con su instrumento allá donde lo llamen para ofrecer unos conciertos cuyo repertorio recoge las canciones que cantaban los prisioneros de Mauthausen. En sus recitales siempre ocupa un lugar de honor la bandera que tejió su padre y en la que aún se distinguen las rúbricas de sus compañeros. Francisco Ortiz Torres quiso llevársela como recuerdo cuando la II Guerra Mundial llegó a su fin y comprendió que nadie iba a acudir en auxilio de aquella España sumida en unas tinieblas franquistas que las potencias europeas consideraban un mal menor frente a la posibilidad de que la Unión Soviética erigiera en el rincón más occidental del continente una sucursal de su paraíso comunista. Todos los años, siempre que llegaba el mes de mayo, viajaba a Mauthausen para enarbolarla en el mismo lugar donde la había confeccionado, como símbolo de su resistencia íntima e intransferible. Quizás en eso radique la esperanza. En esforzarse en tejer, cuando todo está perdido y no se aprecia el menor resquicio de luz al otro lado del horizonte, una bandera donde cobijar los propios anhelos y en la que hallar refugio cada vez que cae la noche y llega con ella la posibilidad de buscar anclaje en nuestros sueños. En consolarse en la lectura de esas dos palabras, «República Española», que no hablaban tanto de una realidad perdida como de una forma de posicionarse sobre el mundo, y saber que algo tan sencillo basta para reconocer al día siguiente la propia cara en el espejo. Nadie condecoró en España a Francisco Ortiz Torres cuando llegó la democracia. Nadie contó su historia ni fue a Perpignan para escucharle. Si alguien lo hubiese hecho, habría encontrado la bandera de Mauthausen en un lugar de honor de la sala de estar, con sus colores algo desvaídos y la dignidad intacta. La misma bandera que ahora guarda en su domicilio su hijo Juan Francisco y que porta bajo el brazo siempre que les reclaman a él y a su guitarra. Me la mostró hace unos días, en el cementerio de Collioure. Luego me miró, con sus ojos trasluciendo el orgullo que le procuraba la mera evocación de la historia de su padre, y sólo dijo: «Aquí seguimos».
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