Aislacionismo y unilateralismo son conceptos que prácticamente habían desaparecido de la retórica de la política estadounidense. Al menos no eran el argumento principal de la que, desde hace mucho, es y actúa como la gran potencia mundial alrededor de la que, a su entender, gira el resto del orbe. Pero, precisamente por eso -y quizás también por la aparición de actores con los que compartir y competir en protagonismo- Washington había entendido que no podía tomar decisiones sin considerar sus efectos (también el efecto bumerán) en vecinos, aliados, rivales y enemigos.
Lo habían comprendido buena parte de las denostadas élites políticas del país y personas ilustradas y conscientes del papel que su país se arrogó como potencia económica, militar y cultural. Pero le importa poco a otros cuantos millones de personas de las que sabemos poco y a las que comprendemos menos. Esas que han aupado al poder a un presidente que si en algo no está defraudando es en la rapidez y fidelidad con la que está sirviendo a su ideario de prepotente unilateralismo y aislacionismo.
Una mujer mayor, de rostro sereno y hermoso surcado por las arrugas del tiempo, sostenía estos días de manifestaciones contra el machismo y la misoginia de Donald Trump una pancarta en la que se leía: «No puedo creer que todavía tenga que protestar por esta mierda». Definitivo: en unos pocos días de Gobierno, con trazas de reinado déspota y absolutista, el nuevo presidente de los Estados Unidos le ha trasladado al mundo entero el mensaje de que todavía habrá motivos para clamar contra muchas medidas-basura. Esas que está rubricando con su firma de persona arrogante, tozuda e irritable.