Hace hoy 40 años los pistoleros de extrema derecha que entraron a tiros en un despacho de abogados de la calle de Atocha, en Madrid, estuvieron a punto de conseguir su objetivo: acabar con el débil proceso democratizador. Segaron cinco vidas y elevaron al máximo la tensión en la calle en una semana extremadamente dura: dos jóvenes habían muerto en manifestaciones, los Grapo mataron a tres guardias civiles y tenían secuestrados al presidente del Consejo de Estado y a un teniente general.
La más leve chispa habría bastado para provocar un incendio de dimensiones incalculables. Sin embargo, la contenida reacción de los sectores más directamente implicados y, sobre todo, la lección de lucidez, autocontrol y capacidad de organización que dio el aún ilegal Partido Comunista consiguieron el efecto contrario al que perseguían de los asesinos y el proceso democrático entró en una vía imparable.
Es cierto que la transición se cerró con puntos oscuros y asignaturas pendientes. Pero conviene recordar que lo que solo unos meses antes parecía imposible, se consiguió por el empeño decidido de personas y organizaciones de ideologías dispares de ceder en partes importantes de sus legítimas aspiraciones para lograr convivir en paz y libertad.
Conviene recordar el valor de lo construido, de la convivencia lograda gracias a la entrega generosa, incluso con su sangre y su vida, de tantas personas, cuando hay quienes solo quieren ver los defectos de la obra y creen que demolerla es el mejor punto de partida. Y cuando la intolerancia y los comportamientos próximos al fascismo toman posiciones con fuerza creciente entre vecinos muy cercanos y muy importantes para nosotros.