Helados

Carlos Agulló Leal
Carlos Agulló EL CHAFLÁN

OPINIÓN

20 ene 2017 . Actualizado a las 08:50 h.

El acceso a la energía eléctrica es uno de los indicadores para medir el grado de desarrollo de los pueblos. Como el agua potable. Y la educación. Y la salud. La dependencia energética -carecer de recursos, medios para producirla y para distribuirla- socava, además, la soberanía económica de los naciones. Una persona sin capacidad para calentar un hogar y un país que no garantiza el suministro a sus ciudadanos conforman el perfil del subdesarrollo.

Así era, al menos, hasta no hace mucho. Pero resulta que en el hemisferio más desarrollado se popularizó -al mismo ritmo que se iba extendiendo el fenómeno- un concepto que se acuñó en Gran Bretaña en los años noventa: la pobreza energética. Es lo que sucede cuando una familia tiene que dedicar una parte excesiva de sus ingresos a pagar el recibo de la luz. O cuando, directamente, la falta de recursos le impide mantener la casa en condiciones dignas de ser habitada. Porque no se puede conectar la calefacción, porque hay que desenchufar el frigorífico, porque no hay cocina ni agua caliente.

Anoche se produjo uno de los picos en el precio de la energía que nos ponen las eléctricas en casa. Y ya avisó el ministro: la factura se encarecerá en cien euros al final del año. Más madera para que la pobreza energética gane terreno entre una población que a duras penas percibe síntomas de mejoría económica. Difícil de encajar el razonamiento de las productoras que apelan a sus costes de producción, a un déficit de tarifa y al compromiso con sus accionistas. Se trata de un servicio esencial -que determina el nivel de dignidad de las personas y la equidad de una sociedad-, quizás demasiado al albur de los caprichos del mercado.