Escribiendo este artículo ya me siento como mi padre cuando habla sobre el Marchica o el Artabe, con cada palabra brota una cana en mi pelo y las arrugas empiezan a poblar mi frente. Yo podré decir que estuve en el Glam, en el de verdad.
El fin de semana pasado cerró el Glam, y se ha terminado una época. Nos agarrábamos a sus jarras como quien se agarra a la vida. El último resquicio de cordura y decencia de toda una generación se perdió entre esas paredes. Consiguió erguirse como referencia. El templo de la mundanidad donde todos queríamos ser el maestro de ceremonias. Vertebraba las noches y los «ciegos».
Anunciaban su cierre, por traslado pero cierre, con «un millón de cobras, un millón de jagerinhas, un millón de viajes a la lona. ¿Fin de una era?». Y no se equivocaban en nada. Ahí a dentro, varias generaciones experimentaron. Abrían bares nuevos, cerraban otros, cambiabas de ambientes, de presupuesto, de pareja, de todo; y el Glam seguía.
Recuerdo esa edad en la que uno bebe hasta perder el control, que en realidad nunca se acaba mientras haya dinero y no tengas niños, llegué a un bar oscuro con música rock y un amigo camarero. Aún iba al colegio, pasaba la semana de uniforme: viernes Trafalgar; sábado Glam Entré, pedí y me quedé. Pasaban los años, los camareros, los amigos y las chicas; todo cambia pero el Glam no. Siempre recordaré a Litos tras la barra, y su empeño porque todos acabáramos potando y así sentirse comprendido. Luego dejó su trono al Drogas, que puso sobre sus hombre todo el legado y lo superó con creces. Respeto eterno a los dos.
Ahí me ha pasado de todo -y escribo en un singular que es un plural. Desde las primeras copas y jarras, esas que cuando llegabas a casa te llenabas la boca de chicles y mirabas fijamente a la luz del ascensor para reducir las pupilas dilatadas que ocupaban todo el globo ocular; hasta dormir en aquel sofá que años ha desapareció; y terminando por anidar en su barra y salir cual demente con muchas ganas de fiesta. Creo haber probado casi todas las jarras, aquí conocí el Jagger y ya no ha vuelto a salir de mi vida. Sacaba todas las monedas rascadas de mis bolsillos y regateaba para conseguir una consumición. Un día hasta me invitó Garea. Me prohibieron la entrada, como a tantos, cientos de veces; y muchas más me recibieron con los brazos abiertos. Muchas horas ahí metidos.
Era un sitio, seamos claros, cutre. Pero ya lo habíamos hecho nuestro, y eso era lo único importante. Nos quejábamos pero sin resentimiento, una queja que era, más bien, un piropo. Esos baños con el urinario sustentado por cinta aislante y esparadrapo, ese charco de orín hasta el tobillo, esa barra pegajosa; y todo lo malo que ustedes quieran. Pero, pasó a ser parte de nuestra vida. Una generación marcada y herida por el alcohol que dispensaban, una generación feliz.
César y Garea, junto con Rafa -el negro de la puerta que repetía sistemáticamente: «entrá o salí»-, son entes de la idiosincrasia ovetense de la noche. Tan necesarios como esa cerveza a deshora en el Nessy o jalar un kebap de vuelta a casa.
Joder, ahí exprimí mi juventud. Esos chupitos que empezaban la noche, y en ocasiones la cerraban. Triunfos y derrotas; pero siempre la cabeza alta: éramos reyes ¿cuántas caídas en esa escalera? Si esas paredes hablaran temblaría la ciudad. Y esto es algo que sabe todo el mundo.
Eso sí, en todo este tiempo, han caído jarras y chupitos, copas y cervezas, refrescos y -pocas veces- agua; hemos quemado la noche y nos bebimos la felicidad.
El último sábado en la calle Oscura, y el Jagger corrió sin freno. Fotos, jarras, copas, amigos, risas y ginebra azul. Me pongo a escribir esto recordando algunos momentos allí pasados, pero otros muchos se han perdido en la neblina del alcohol. Brindé con los vasos en lo alto. Es un «adiós» que es un «hasta luego», porque se mudan a la Calle Mon, un poco más arriba. Pero es un fin de ciclo, el fin de una generación, ¿fin de una era? Adiós al Glam, hasta luego 'amigo'.
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