Al principio era una estafa: Fernando Blanco, hoy en prisión, agigantó una enfermedad de su hija Nadia para montar una fábrica de dinero. Primero apareció en un periódico a pedir ayuda para su curación. Las televisiones vieron la enternecedora noticia y, ávidas de sensacionalismo, buscaron a ese hombre y le ofrecieron cámaras y micrófonos para apelar a la sensibilidad nacional. Y este generoso país respondió rápidamente y le hizo llegar una notable cantidad de donativos, cuyo importe ronda el millón de euros. Cuando se descubrió el embuste, se descubrió también la auténtica verdad: Fernando Blanco era un embaucador con antecedentes penales de estafa. Su esposa era colaboradora en el montaje.
Lo que nadie podía sospechar es lo que descubrió la policía autónoma de Cataluña al mirar el material grabado en un pendrive: escenas explícitamente sexuales de la niña. Y algo que se supo ayer: escenas también sexuales del matrimonio con la criatura al lado. Lo que dijo el magistrado que mañana tomará declaración a la pareja despeja las dudas que podríamos tener quienes creemos imposibles esas escenas: «No son una simple sospecha, sino la constancia y evidencia de claros indicios objetivados». Los indicios son de provocación y explotación sexual, exhibicionismo y elaboración y tenencia de pornografía infantil.
Seguramente lo he escrito más de una vez, a la vista de la cantidad de delitos de pornografía infantil y las redadas que efectúan las policías: no hay delito más despreciable ni actividad más indecente que el abuso sexual sobre niños, y en los últimos tiempos hemos conocido casos de todo tipo, acosos de sacerdotes, de educadores, de preparadores físicos y lo más indignante, violaciones en el ámbito familiar. Pero si ese acoso, ese abuso, esa violación o ese tráfico son practicados por el padre de una criatura, no nos encontramos ante un delincuente; nos encontramos ante algo que no haría ni una bestia salvaje.
Si los indicios señalados por el juez se confirman, ese padre, Fernando Blanco, al parecer con la colaboración activa de su esposa, consideró a su hija como una máquina válida para todo: para utilizarla para estafas, quizá para sus placeres inconfesables, quizá para una forma de prostitución. Es decir, que estamos ante un monstruo. Es todo tan abominable y tan increíble, que resulta difícil aceptar que quepa tanta perversión en una sola persona o en una sociedad matrimonial que tuvo esa niña como fruto. Pero la policía y el juez, que han examinado las imágenes, creen que sí. Mañana veremos qué se dice en el juzgado. Hoy solo cabe una interpretación: vivimos tiempos y casos donde la palabra maldad se queda pequeña. Es más justo hablar de monstruosidad.