Reyes Magos: posverdad, ficción y poesía

OPINIÓN

08 ene 2017 . Actualizado a las 17:35 h.

En Libellus de Nativitate Domini, un relato algo críptico -cómo si no- de Jorge Luis Borges que formó parte de la colección Borges, el otro y yo (Buenos Aires, Trigo Macareno Editores, 1951), uno de los personajes, Ludovicus Holmesterius, según el narrador un anziano ma battagliero (sic) profesor neerlandés de arameo en la especialidad de Filología Bíblica Trilingüe de la Universität Tübingen formado en la Leiden Universiteit, se convierte en hilo conductor de una investigación que demuestra fehacientemente la antigua teoría de que los magos o sabios o reyes -posibilidad esta última menos verosímil, y, por eso mismo, más literariamente sensible de cuajar en el imaginario tan voluble de la nuestra especie- que fueron guiados por la estrella (o cometa o luz fulgurante en términos generales: las posibilidades se bifurcan o estallan en múltiples direcciones) desde Oriente, tierra y hogar de Ariosto y de los árabes, estos tres varones santos de luengas barbas y tez variada como un anuncio de unitedcolorsofbenetton que vicariamente representarían la plenitud de las naciones arrodillada ante su rey todopoderoso reencarnado en el salvador de la humanidad, estos hombres que se humillaron ante el infante recién nacido en el pesebre de Belén por imperativo del imperio y de la gestación a término de la hembra humana, no dejaran a los pies del considerado desde entonces por sus discípulos, tras sucesivos movimientos jerárquicos o heréticos, cordero de dios que quita el pecado del mundo, agnus dei qui tollis peccata mundi, chivo expiatorio, cristo redentor, mesías, salvador, hijo unigénito del altísimo, dios encarnado, enviado, el Enviado en cumplimiento cabal de las obligaciones narrativas inscritas en las profecías antiguas de orden canónico, no dejaran, defiende Holmesterius, cuyas teorías algo heterodoxas ponen sin pretenderlo y sin plan preestablecido cabeza abajo de manera erudita la cronotopografía literal más al uso, no ofrendaran, en definitiva, el oro, el incienso y la mirra que sin ningún detalle narrativo o justificación estructural dignos de mención, aunque sí con cierto regusto simbólico, asegura el evangelio canónico de Mateo (2, 11) fueron el regalo o tributo u ofrenda, sino que al impúber que, despreocupado y atento (en una de esas paradojas que tanto gustan a los elegidos y que será marca de actuación futura en su vida pública: dejad que los muertos entierren a sus muertos, mirad los lirios del campo, no juzguéis si no queréis ser juzgados, el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado, quien no está conmigo está contra mí, no dirán «mirad, aquí está» ni «allí está», porque el reino de Dios está dentro de vosotros), dormitaba arropado por la calidez bovina y la tozudez de la mula y protegido por las legiones angelicales, le entregaron los tres extranjeros algunos manuscritos con escolios y adendas, códices miniados por manos ateridas cuya textura y pigmentación no volvería a verse hasta varios siglos después, papiros bellamente adornados con letras capitulares copiadas posteriormente por las distintas escuelas aldinas, legajos varios impregnados en aceites protectores para conservar delicadísimas tintas naturales, pieles repujadas y alisadas para aceptar inscripciones, soportes todos ellos conteniendo colecciones de versos en lenguas notas e ignotas, en alfabetos manieristas o caducos, en reuniones y asociaciones glíficas de potencia desconocida, i.e. líricas efusiones griegas premonitoriamente sáficas, poemas épicos con vaguedad inspirados en héroes arquetípicos y reales, epístolas morales con trabajos y con días, cantos amorosos cuajados de pechos cual cántaros de miel y reyes embriagados por licores inmediatos, punzantes variedades epigramáticas, caligramas y acrósticos de altísimo valor artístico los primeros y de voluntaria oscuridad los segundos, himnos desatados, salmos medidos y melódicos, diálogos pastoriles de tono melancólico, brevísimas composiciones sobre la naturaleza, en ocasiones también sobre algún tipo de anfibio, aforismos crípticos y veladas alusiones filosóficas a los elementos primigenios (variadas formulaciones sobre el ser, que incluían los números también), notaciones musicales en escalas inauditas, runas, tiradas de versos mántricos, bestiarios verosímiles, cosmogonías sintácticas, almanaques ilustrados, cartas de navegación con indicaciones confusas pero imposibles de soslayar por la capacidad embaucadora de las palabras, mapas con ciudades que limitan con ellas mismas, atlas que apartan al viajero con embelecos rimados de su destino y le proponen, sin que él mismo lo perciba porque ha caído en el abismo de la sinestesia, un éxodo de sí mismo, leyendas acerca de seres híbridos y hermosos, encendidos versículos plagados de desahogos dionisiacos y extáticos, lenguas vivas, lenguas muertas, cada poema con su piedra rosetta incorporada. Añade el narrador del relato, en nota a pie de página, que quiso el Destino, comparado este con una hormigonera acelerada en osada metáfora industrial y notado en mayúscula por estrategia magnificadora pero no mixtificante, que Holmesterius, asiduo partícipe en las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en Tierra Santa en calidad de asesor representando a su universidad, acompañara a los anticuarios (otras fuentes apuntan a responsables de museos públicos o funcionarios de la cultura o, no es descabellado, expoliadores o contrabandistas experimentados) que en el año de 1947 negociaron sin contemplaciones con Jum’a y su primo Mohammed ed-Dhib, los dos pastores beduinos de la tribu Ta’amireh que habrían encontrado enterrados en una cueva de Qumrán unos rollos con documentación sobre la secta de los Esenios y que serían desde ese momento los Manuscritos del Mar Muerto o Rollos de Qumrán.

Esto es lo que contaban, según el elusivo narrador del relato, algunos de los rollos que conservó Holmesterius (hoy en paradero desconocido) tras aquella reunión con los beduinos: que el regalo epifánico, el presente revelado, el obsequio de la manifestación, fueron los versos pasados y futuros (en esto difieren las versiones, que se mueven entre la alegoría y lo profético) transportados por los magos, guiados por la luz, al pesebre. Termina el relato de Borges como terminan todos los relatos que de verdad importan: sin final (tampoco sería esta la ocasión mejor para explicitarlo, en caso de tenerlo). Sí que se consigna que, según mantienen en todo caso algunos viajeros avezados, es costumbre todavía entre algunas comunidades de beduinos desperdigadas por las zonas más inaccesibles entre Jericó y Masada, en la orilla más fértil del Mar Muerto, reunirse en torno al fuego cada vez que nace un niño y compartir versos compuestos para la ocasión, en ambiente festivo y con gran profusión de licores y danzas al ritmo de sincopadas melodías. Ningún otro regalo llevan al recién nacido excepto las palabras de la comunidad traídas desde los extremos del valle, desde las profundidades de las gargantas, lejanas, oscuras; ningún otro regalo sino el rítmico presente de la voz común, el obsequio de la palabra clarificadora o de la metáfora brillante (que, también en nota, el narrador borgiano quiere identificar con la estrella y los ángeles, esos seres de luz), las cuales, según se desprende de las crónicas literarias de estos viajeros, si se entregan de corazón, se convierten en calor y en pan y en telas estampadas y en amor y en futuro.