Un festival de cine no es un control de aduanas ni una oficina de patentes. Quien esté al mando, además de gestionar el presupuesto que le asignen, debe imprimir una determinada orientación, buscar determinados vínculos con otros eventos de su misma naturaleza, integrarse en los circuitos que considere que le pueden acoger en su órbita, trabar contacto con colectivos e instituciones con el fin de establecer relaciones de las que ambas partes obtengan un beneficio mutuo en sus actividades respectivas. Todo eso se llama hacer política, y la política sólo puede llevarse a cabo desde un marco puramente subjetivo. A nadie se le ha ocurrido exigirles a los presidentes electos que, una vez celebrada la investidura, convoquen un concurso público para elegir a sus diputados o consejeros, porque se supone que, cuando uno tiene que delegar determinadas áreas de su negociado, procura ponerlas en manos de personas en cuya capacidad, acertadamente o no, confía.
Los responsables de la política cultural en cualquier ayuntamiento son el concejal del ramo y, a mayores, el alcalde. Cuando allá por 1995 el Festival Internacional de Cine de Gijón navegaba entre el ostracismo y la indefinición, desde el Consistorio se decidió poner el certamen bajo el mando de un José Luis Cienfuegos al que pocos o casi nadie conocían para reconducir un proyecto agonizante. Lo nombraron a dedo, bajo la responsabilidad directa del edil que firmó el contrato, sin que eso significara que hubiera connivencia o compadreo. El desarrollo de la historia es conocido: Cienfuegos relanzó el festival, impulsó la marca FICX y convirtió Gijón en una pequeña meca del cine independiente. Cuando el gobierno de la ciudad cambió de manos, los nuevos inquilinos de las concejalías optaron por echarle y propiciar la llegada de Nacho Carballo. Aunque la decisión no gustó (en primer lugar, por las formas, pero también porque no se adivinaba ningún proyecto serio y meditado en su trastienda), nadie les pudo negar que estaban en su derecho. Cuatro años después, cuando se comprobó que aquel relevo fue un error, urgía imprimir un nuevo cambio de rumbo. Lo lógico hubiera sido que el partido en el gobierno (o, en su defecto, los de la oposición, previo acuerdo que garantizase una mayoría) eligiera a alguien que, a su juicio, reuniese las dotes necesarias para capitanear el barco. Sin embargo, las necesidades de cumplir con la fidelidad a una mal entendida transparencia, la sintonía que Foro y Podemos parecen mostrar en cuestiones culturales y la nueva fe en los concursos públicos como el maná capaz de curar todas las corrupciones, desembocaron en un proceso tan atrabiliario como caricaturesco en el que para elegir al director de un festival de cine primaba no su conocimiento del mundillo, el proyecto con el que presentaba credenciales o su experiencia, sino el nivel acreditado de inglés. Desconozco tanto al candidato elegido (el único en posesión del dichoso B2, que, al parecer, es por sí mismo garantía de sapiencia y buen hacer) como a algunos de sus contrincantes en la escalada hacia el despacho de la Casa de la Palmera. No sé si la elección es feliz o equivocada, pero sí que el criterio con el que se lleva a cabo es un perfecto chiste, cuando no un insulto a la inteligencia. Ojalá sirva para que, en un alarde de surrealismo, alguien decida unificar criterios y podamos ver pronto cómo la militancia de Foro y los círculos de Podemos, si es que aún existen, les hacen la correspondiente prueba de inglés a Carmen Moriyón y Mario del Fueyo, por aquello de ver si dan el tono. Servir no serviría para nada, pero lo que nos íbamos a reír.
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