Estos días me ha dado por pensar en el bisnieto de Mick Jagger. Ya sé que debería estar imbuido de alborozado espíritu navideño o poseído por la negatividad de un míster Scrooge cualquiera ante estos días que median entre las natividades y las epifanías, pero ya no está el horno para esos bollos preñaos de los extremismos. He pensado en este bebé para ni pensar en el hijo recién nacido de Jagger, cuya relación familiar no alcanzo a vislumbrar en este día en el que no me ha tocado ni la pedrea. He pensado en Montoro diciendo «Tú eres la pedrea y sobre esta pedrea levantaré mi iglesia». En su nieta --la de Mick-- Assisi Jackson llamando al abuelo para darle la noticia mientras él está en el estudio de grabación preparando «Blue & Lonesome», el último disco con versiones de blues de los Rolling Stones, haciendo unos ajustes a una pieza en la que participa Eric Clapton. Eric es un trozo de pan y sabes que con él siempre vas a hacer buenas migas. Con Aznar esto no es posible: ni tocar un blues ni hacer buenas migas. Aznar deja la presidencia honorífica del partido aprovechando que Mariano está visitando una exposición sobre «José Luis Borges» en Nueva York. Esto sí que es Borges expandido, ampliado, engordado, reloaded, remaqueado: seguro que Kodama dama de alta cuna y de Borges cama, está pensando en ponerle un pleito --el pleito del día-- por plagio y por apropiación. Aznar tiene más tableta que el protagonista de «Assassin’s Creed» y saca pecho y músculo siempre que puede, no como ese mindundi de Patterson con su poesía de autobús, ni como esos intelectuales podémicos y celestes que quieren ganar el relato y convertirse en marca personal pero no se hacen una media maratón a cuatro minutos el kilómetro. Aznar es un extraterrestre que habría hecho las delicias de Feijoo, protoufólogo de Discovery Max o de National Geographic o de Cuarto Milenio, en programas sobre los antiguos alienígenas o en misterios del pasado. Mick Jagger tiene un bisnieto de unos meses y un hijo de unos días, y hace conciertos de tres horas, pero no aguantaría ni medio guantazo de Josemari ni unas jornadas de estudio de la FAES sobre los daños producidos por el gotelé, sobre la irrupción de las variedades de manzanas en los supermercados, sobre la oportunidad de multar a las compañías aéreas que evacúan excrementos de sus aeronaves sobre núcleos de población en la India.
No quiero hablar de la navidad. Prefiero hablar, por ejemplo, de las escápulas aladas, del labio leporino, de la maravillosa versión que ha hecho Mónica Naranjo del «Vivir así es morir de amor» de Camilo Sesto, de la nostalgia en «Solos en la madrugada» de Garci con sus interminables parlamentos y sus escenas de cama con las canillas de Pepe Sacristán y los pezones de Fiorella Faltoyano o Emma Cohen, de Pedro Almodóvar entrevistado por D. T. Max, el biógrafo de David Foster Wallace, en The New Yorker. Todas las historias de amor son historias de fantasmas, escribió Max para contar la broma infinita. Y debe de ser verdad. Aquel día habríamos subido, si ella nos lo hubiera propuesto. Aquel día deberíamos habérselo propuesto nosotros. Quizá todo sea la historia de unos calcetines de color verde fosforito que ganaron una apuesta. Quizá sea la historia de amor entre alguien que todavía no sabe besar y alguien que todavía no sabe querer. Y Holanda ya se ve, ya se ve, ya se ve, dice a lo lejos el villancico. Quizá no sea todo «satisfaction» y lo único que nos quede «satisfiction».
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