Justo al mismo tiempo que usted lee este artículo, se está produciendo una de las mayores tragedias que ha conocido la humanidad desde el Holocausto de seis millones de judíos por el III Reich. Lo que está ocurriendo en Siria ya hace tiempo que ha superado la categoría de masacre para instalarse en la de genocidio. Se habla ya de más de medio millón de personas muertas en un país cuya población antes del conflicto apenas superaba la cifra de veinte millones.
En las últimas semanas el foco de atención se ha puesto en Alepo, epicentro de los combates entre las fuerzas del tirano Al Asad, apoyado por Rusia, por Irán y por la milicia chií libanesa Hezbolá, y los rebeldes, etiqueta en la que caben desde organizaciones democráticas y laicas hasta salafistas vinculados a Al Qaeda como Jabhat Fateh al Sham, anteriormente conocida como Frente Al Nusra.
Si pensábamos que la modernidad había logrado civilizar incluso la guerra con su famosa Convención de Ginebra, la situación actual de Siria demuestra que aquello era sólo un espejismo destinado a idealistas ingenuos o a académicos alejados de la realidad. La violación de los derechos humanos en Siria no es la excepción sino la norma. Y si es cierto que la práctica totalidad de los beligerantes han cometido atrocidades contra la población indefensa, no es menos cierto que el gobierno de Bashar al Asad, aferrado al poder a toda costa, tiene un plus de responsabilidad. Eso por no recordar que las cifras de los asesinatos cometidos por fuerzas gubernamentales, según todas las organizaciones humanitarias, superan de forma abrumadora a las del todas las facciones rebeldes juntas.
Al Asad ha encontrado en Al Qaeda y en el Estado Islámico la mejor coartada posible para mantenerse en el poder y para cometer todo tipo de atrocidades contra la población civil. Y lo peor es que, en el Occidente rico y bienpensante, algunos le han comprado esa excusa. Se olvidan, tal vez, de que fue el propio gobierno sirio quien amnistió en 2011 a los presos yihadistas. O que el Estado sirio se convirtió en el principal comprador del petróleo de contrabando producido por Daesh, financiando de ese modo al grupo terrorista. Y es que al dirigente alauí le interesaba fortalecer al enemigo yihadista frente a los rebeldes demócratas y laicos para impedir, de ese modo, una intervención internacional como la que se produjo en la Liba de Gadafi. Y lo cierto es que lo consiguió.
La presencia de Daesh y de Jabhat Fateh al Sham es una tragedia más para la población siria, que se suma al genocidio que está cometiendo Al Asad contra su propio pueblo. Pero en ningún caso la presencia de yihadistas en suelo sirio puede justificar ni uno solo de los bombardeos cometidos por Al Asad o sus aliados y en los que han muerto decenas de miles de civiles, por no hablar de los desaparecidos o de las documentadas torturas a los detenidos. Cientos de ciudadanos sirios no vinculados a ninguna de las facciones en guerra se juegan cada día la vida tratando de informar al mundo, a través de las redes sociales, de lo que ocurre en su país. Y entre otras muchas monstruosidades, han denunciado el uso de armas químicas por parte de las fuerzas gubernamentales y de bombas de fósforo blanco por parte del ejército ruso.
Los testimonios sobre las atrocidades cometidas por el ejército de al Asad o por la Shabiha, una milicia pro gubernamental al más puro estilo «camisas pardas», son tan abrumadores que tan solo una postura de ciego negacionismo es capaz de restarles valor. Pero desgraciadamente Occidente o bien mira para otro lado o bien justifica al tirano blandiendo la bandera del terror yihadista como coartada. Mientras tanto las mujeres y hombres sirios tienen que huir de su propio país, que sólo les ofrece una muerte segura. Y Europa les cierra la puerta en las narices y los señala como terroristas en potencia que vienen a perturbar la tranquilidad de nuestras ciudades. Tal vez algún día nos acabemos dando cuenta, como ocurrió tras la II Guerra Mundial, de las atroces consecuencias morales que tiene mirar para otro lado ante el horror.
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