Vamos de cabeza, inevitablemente, hacia el Polvoronato, esa etapa del año en la reinan los reyes y otros seres imaginarios, y nos gobierna la sinrazón de pensar que los supermercados se abastecen únicamente de polvorones El Profeta o El Toro, ambos marcas registradas. Tal vez por eso, para ir adelantando el guirigay campanillero y la verbena del chiquirritín con la pandereta siempre novel de Mr. Tamoburine, los estorninos hacen coreografías camino del Campo de San Francisco y entonan allí villancicos desangelados mientras tratan de convencerse de si Alvarita, el águila de Harris que ha contratado el ayuntamiento para ahuyentarlos, da miedo o da lo mismo. El canto del sturnus (vulgaris o unicolor) se adecua a la percusión de doscientas mil deyecciones sobre las aceras, sobre los abrigos de visón, sobre las cabezas calvas y sobre las bolsas de los grandes almacenes. Y porque todo, al mismo tiempo, es hielo abrasador y fuego helado, como quería don Francisco, la ceremonia de la confusión continúa con más pena que gloria, tal que el canto del loco. La gloria, ese concepto que se mueve entre un antiquísimo sistema de calefacción y el póstumo disfrute de una peana en los olimpos cotidianos. ¿Qué gloria habría esperado a Pedro Almodóvar si hubiera dirigido la película Sister Act, como, al parecer, le propusieron? Probablemente el papel de Whoopi Goldberg lo habría interpretado Marisa Paredes vestida con un hábito rojo o Carmen Maura deambulando con un cilicio por las calles de Malasaña; y el coro del convento no cantaría la versión pía del I will follow him, sino un bolero de José Alfredo mientras la madre superiora atiende una entrevista para su propia biografía, que se titularía Todo sobre la madre; las amigas monjitas se habrían llamado Josephine, Lucy, Bom, and other common girls, y harían baños comunitarios en un yacusi lleno de buceadores animados que animarían sus entrepiernas y abrirían las flores de sus secretos; los cursillos para las postulantes y las novicias tendrían como lema Qué hace una chica como tú en un sitio como este, y las jóvenes vestirían tocas coloristas y hablarían todas ellas con acento manchego; dentro de sus actividades extraescolares tendrían toreo de salón.
La gloria es lo que le esperaba a Maria Schneider cuatro décadas después de su último tango en París con Marlon Brando, mientras Bertolucci justifica la obra en sí en el axioma del arte por el arte. La gloria es que al estadio de tu equipo de fútbol le pongan el nombre de una empresa china dueña de edificios y de cines, que apoquina los yenes necesarios para que siga la ficción cada domingo. La gloria es ser un okapi, extraño animal de la familia de las jirafas cuyas primeras imágenes se tomaron en 2008 en el Parque Nacional de Virunga: rayas de cebra, aspecto de asno de la selva, cuernecillos de jirafa, haría las delicias de los adversarios de Quinto Horacio Flaco. La gloria es ser Kafka a estas alturas para que te hagan una biografía y que tu leyenda inmarcesible se transforme o se metamorfosee en una vida común con dos prometidas y una razonable existencia burguesa. La gloria es ser Mel Gibson para que Prada te elogie a tope. La gloria es ser cheerleader y participar en el campeonato estatal de esta disciplina. La gloria es recubrirte de oro como los elefantes dorados o pigmeos. La gloria es la ficción de lo imposible: un desodorante que anuncia que su efecto está dramatizado, los altavoces de un teléfono móvil que proyectan un volumen imposible, también dramatizado, a ritmo de pasodoble mientras salta el trampolín un anciano muy atlético, el estrujado guacamayo de un anuncio de refrescos se especifica como «no real». La gloria es que Pamela Anderson visita a Julian Assange de nuevo.
Nos hemos metido «en un aborigen» de la que no podemos salir, le escuché decir hace poco a alguien. Y tenía razón. Lo había escrito Francisco de Artiga hace ya varios siglos en un terceto memorable: «Pero a la fin es todo ceremonia. Tanta lengua y tanto pensamiento. Y el quererlo explicar es Babilonia».
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